ELOGIO DEL FILÓSOFO

Cuando la vida humana yacía a la vista de todos torpemente postrada en tierra, abrumada por el peso de una religión, cuya cabeza asomaba en las regiones celestes amenazando con una horrible mueca caer sobre los mortales, un griego osó el primero elevar hacia ella sus perecederos ojos y rebelarse contra ella. No le detuvieron ni las fábulas de los dioses, ni los rayos, ni el cielo con un amenazante bramido, sino que aún más excitaron el ardor de su ánimo y su deseo de ser el primero en forzar los apretados cerrojos que guarnecen las puertas de la Naturaleza. Su vigoroso espíritu triunfó y avanzó lejos, más allá del llameante recinto del mundo, y recorrió el todo infinito con su mente y ánimo. De allí nos trae, botín de su victoria, el conocimiento de lo que puede nacer y de lo que no puede, las leyes, en fin, que a cada cosa delimitan su poder y sus mojones hincados hondamente. Con lo que la religión, a su vez sometida, yace a nuestros pies; a nosotros la victoria nos exalta hasta el cielo.
(…)
Atenas, de nombre glorioso, fue la primera que un día repartió la semilla productora de trigo a los míseros mortales, dio una nueva forma de vida y estableció leyes; fue también la primera en procurarles los dulces consuelos de la vida cuando dio a luz a este hombre de genio tan grande, de cuyos labios verídicos fluyó toda la sabiduría; aún después de extinto, sus divinos hallazgos han exaltado hasta el suelo su gloria, ya difundida de antiguo.
Pues cuando vio que casi todo lo necesario al sustento está ya aquí al alcance de los mortales, y que su existencia está, en lo posible, a resguardo de peligro; que los hombres, poderosos en gloria y honores, nadaban en riquezas y eran exaltados por la fama de sus hijos, y que, sin embargo, en su intimidad, cada uno sentía su corazón presa de una angustia que, a despecho del ánimo, atormentaba su vida sin pausa ninguna y les forzaba a alterarse en quejas amargas, comprendió entonces que todo el mal venía del vaso mismo, y por culpa de éste se corrompía en su interior todo lo que desde fuera se aportaba, incluso los bienes; en parte, porque lo veía roto y agrietado y no podía colmarse jamás por ningún medio; en parte porque infectaba con su repugnante sabor todo lo que en su interior recibía.
Así pues con sus palabras de verdad limpió los corazones, fijó un término a la ambición y al temor, expuso en qué consiste el sumo bien al que todos tendemos y nos mostró el camino, el atajo más breve y directo que nos puede conducir a él; y expuso los males que infestan las cosas mortales y se ciernen sobre ellas por causas naturales, o por azar o por fuerza, pues así lo ha dispuesto la Naturaleza; enseñó por qué puertas hay que salir al encuentro de cada uno; demostró que las más veces son vanas las olas de angustia que en sus pechos revuelven los hombres. Pues tal como los niños tiemblan y de todo se espantan en las ciegas tinieblas, así muchas veces nosotros en la luz tememos cosas que en nada son más espantables que las que en lo oscuro temen los niños. Preciso es, pues, este temor y tinieblas del ánimo disiparlos no con los rayos del sol y los lúcidos dardos del día, sino con la contemplación de la Naturaleza y la ciencia.

Tito LUCRECIO Caro, De la naturaleza de las cosas

Pocas veces palabras tan elogiosas se han pronunciado sobre filósofo alguno.
¿A quién van dirigidas? Al autor de la siguiente exigencia planteada a la filosofía:
Vana es la palabra del filósofo que no cura los sufrimientos del hombre. Pues de la misma manera que no es útil la medicina si no cura las enfermedades del cuerpo, tampoco lo es la filosofía si no sirve para suprimir las enfermedades del alma.

Naturalmente que merece la pena saber quién es, y más aún, conocerlo. Y por ello tiene en el LIBRO DE VISITAS un lugar destacado, especial, como corresponde a uno de nuestros más ilustres visitantes.