Admitimos como principio que en las disposiciones naturales de un ser organizado, esto es, arreglado con finalidad para la vida, no se encuentra un instrumento, dispuesto para un fin, que no sea el más propio y adecuado para ese fin. Ahora bien; si en un ser que tiene razón y una voluntad, fuera el fin propio de la naturaleza su conservación, su bienandanza, en una palabra, su felicidad, la naturaleza habría tomado muy mal sus disposiciones al elegir la razón de la criatura para encargarla de realizar aquel su propósito. Pues todas las acciones que en tal sentido tiene que realizar la criatura y la regla toda de su conducta se las habría prescrito con mucha mayor exactitud el instinto; y éste hubiera podido conseguir aquel fin con mucha mayor seguridad que la razón puede nunca alcanzar. Y si había que gratificar a la venturosa criatura además con la razón, ésta no tenía que haberle servido sino para hacer consideraciones sobre la feliz disposición de su naturaleza, para admirarla, regocijarse por ella y dar las gracias a la causa bienhechora que así la hizo, mas no para someter su facultad de desear a esa débil y engañosa dirección, echando así por tierra el propósito de la naturaleza; en una palabra, la naturaleza habría impedido que la razón se volviese hacia el uso práctico y tuviese el descomedimiento de meditar ella misma, con sus endebles conocimientos, el bosquejo de la felicidad y de los medios a ésta conducentes; la naturaleza habría recobrado para sí, no sólo la elección de los fines, sino también de los medios mismos, y con sabia precaución los hubiera entregado ambos al mero instinto.
En realidad, encontramos que cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de gozar la vida y alcanzar la felicidad, tanto más el hombre se aleja de la verdadera satisfacción; por lo cual muchos, y precisamente los más experimentados en el uso de la razón, acaban por sentir -sean lo bastante sinceros para confesarlo - cierto grado de misología u odio a la razón, porque, computando todas las ventajas que sacan, no digo ya de la invención de las artes todas del lujo vulgar, sino incluso de las ciencias -que al fin y al cabo les aparecen como un lujo del entendimiento-, encuentran, sin embargo, que se han echado encima más penas y dolores que felicidad hayan podido ganar, y más bien envidian que desprecian al hombre vulgar, que está más propicio a la dirección del mero instinto natural y no consiente a su razón que ejerza gran influencia en su hacer y omitir. Y hasta aquí hay que confesar que el juicio de los que rebajan mucho y hasta declaran inferiores a cero los rimbombantes encomios de los grandes provechos que la razón nos ha de proporcionar para el negocio de la felicidad y satisfacción en la vida, no es un juicio de hombres entristecidos o desagradecidos a las bondades del gobierno del universo; que en esos juicios está implícita la idea de otro y mucho más digno propósito y fin de la existencia, para el cual, no para la felicidad, está destinada propiamente la razón; y ante ese fin, como suprema condición, deben inclinarse casi todos los peculiares fines del hombre.
I. KANT, Fundamentación de la metafísica de las costumbres