Las tempestades, quizás nadie pueda detenerlas, pero alguien tiene que avisar de ellas, prevenirnos de que llegan, alertar de la desolación que provocan, vigilarlas. Alguien tiene que permanecer despierto cuando todos están dormidos (de EL LIBRO DE VISITAS) .

¿HASTA DÓNDE PUEDE LLEGAR EL SER HUMANO?



En pleno verano de 1943, durante un largo periodo de calor, la Royal Air Force, apoyada por la Octava Flota Aérea de los Estados Unidos, realizó una serie de ataques aéreos contra Hamburgo. El objetivo de esta empresa, llamada ‘Operación Gomorrah’, era la aniquilación y reducción a cenizas más completa posible de la ciudad. En el raid de la noche del 28 de julio, que comenzó a la una de la madrugada, se descargaron diez toneladas de bombas explosivas e incendiarias sobre la zona residencial densamente poblada situada al este del Elba. Siguiendo un método ya experimentado, todas las ventanas y puertas quedaron rotas y arrancadas de sus marcos mediante bombas explosivas de cuatro mil libras; luego, con bombas incendiarias ligeras, se prendió fuego a los tejados, mientras bombas incendiarias de hasta quince kilos penetraban hasta las plantas más bajas. En poco minutos enormes fuegos ardían por todas partes en el área del ataque, de unos veinte kilómetros cuadrados, y se unieron tan rápidamente que, ya un cuarto de hora después de la caída de las primeras bombas, todo el espacio aéreo, hasta donde alcanzaba la vista, era solo un mar de llamas. Y al cabo de otros cinco minutos, a la una y veinte, se levantó una tormenta de fuego de una intensidad como nadie hubiera creído posible hasta entonces. El fuego, que ahora se alzaba dos mil metros hacia el cielo, atrajo con tanta violencia el oxígeno, que las corrientes de aire alcanzaron una fuerza de huracán y retumbaron como poderosos órganos en los que se hubieran accionado todos los registros a la vez. Este fuego duró tres horas. En su punto culminante, la tormenta se llevó frontones y tejados, hizo girar vigas y vallas publicitarias por el aire, arrancó árboles de cuajo y arrastró a personas convertidas en antorchas vivientes. Tras las fachadas que se derrumbaban, las llamas se levantaban a la altura de las casas, recorrían las calles como una inundación, a una velocidad de más de 150 kilómetros por hora, y daban vueltas como apisonadoras de fuego, con extraños ritmos, en los lugares abiertos. En algunos canales, el agua ardía. En los vagones del tranvía se fundieron los cristales de las ventanas, y las existencias de azúcar hirvieron en los sótanos de las panaderías. Los que huían de sus refugios subterráneos se hundían con grotescas contorsiones en el asfalto fundido, del que brotaban grandes burbujas. Nadie sabe realmente cuántos perdieron la vida aquella noche ni cuantos se volvieron locos antes de que la muerte los alcanzara. Cuando despuntó el día, la luz del verano no pudo atravesar la oscuridad plomiza que reinaba sobre la ciudad.
W.G. SEBALD, Sobre la historia natural de la destrucción.


Durante la Segunda Guerra Mundial, 131 ciudades y pueblos alemanes fueron tomados como objetivo de las bombas de los aliados y buen número de ellos resultaron arrasados casi por completo. A consecuencia de esos bombardeos, murieron seiscientos mil civiles alemanes; una cifra que duplica el número de las bajas sufridas en conjunto por los americanos. Siete millones y medio de alemanes quedaron sin hogar. Dado el asombroso alcance de la devastación, el autor se hace una pregunta: ¿por qué este tema ocupa tan escaso espacio sobre la memoria cultural de Alemania?. En Sobre la historia natural de la destrucción, Sebald investiga a fondo este ominoso silencio, las consecuencias universales de la negación del pasado. (de la contraportada del libro)

Para Sebald, un escritor tiene el imperativo moral de escribir lo que ocurrió, renunciando a cualquier tipo de artificio, apelando a la “precisión y a la responsabilidad”: “El ideal de lo verdadero se encuentra, ante la destrucción total, como el único motivo legítimo para proseguir la labor literaria (G. Piro, en una reseña de la obra)

Sebald se resiste a admitir que, en ocasiones, es necesario olvidar para seguir viviendo, probablemente cegado por un ansia de justicia moral que viene demasiado grande incluso a alguien como él. Todo esto hace de este ensayo un extraño libro beligerante, una rareza en su obra, más por el tono adoptado que por el contenido (…) Sebald parece decir que sólo un análisis distanciado permite la supervivencia, pero que en ocasiones es necesario dirigir una crítica más aguda hacia todo lo que, poco a poco, va cayendo en la autocomplacencia. Se hace imprescindible la lucha contra el olvido. (D. Quinn)