Wittgenstein ha escrito que la tarea de la filosofía es la de enseñar a la mosca a salir de la botella. Esta imagen elevada a representación global de la vida humana, refleja solo una de las posibles situaciones existenciales del hombre, y no la más desfavorable, es la situación en que existe una vía da salida; por otra parte, fuera de la botella hay alguien, un espectador, el filósofo, que ve claramente dónde está.
Pero ¿qué pasa si en lugar de la imagen de la mosca en la botella consideramos la del pez en la red? También el pez se debate en la red para salir de ella, con una diferencia: cree que hay un camino de salida, pero éste no existe. Cuando la red se abra (no por obra suya) la salida no será una liberación, es decir, un principio, sino la muerte, o sea el fin. En esta situación, la tarea del filósofo, del espectador externo que ve no solo el esfuerzo sino también la meta, no puede ser la ya descrita por Wittgenstein. Con toda probabilidad predicará la vanidad de la cura, de agitarse sin un objetivo, la renuncia a los bienes cuya posesión no es segura y en cualquier forma ya no depende de nosotros, la abstinencia, la resignación, la imperturbabilidad. Nos invitará a contentarnos con el breve tiempo de vida que aún no es dado vivir, a esperar la muerte con serenidad y tal vez a cultivar nuestro jardín.
(…) Pero nosotros, los hombres, ¿somos, moscas en la botella o peces en la red?
Tal vez ni una cosa ni otra. Tal vez la condición humana puede representarse globalmente de manera más apropiada con una tercera imagen: el camino de salida existe pero no hay afuera ningún espectador que conozca de antemano el recorrido. Estamos todos dentro de la botella. Sabemos que la vía de salida existe pero sin saber exactamente dónde se halla procedemos por tentativas, por aproximaciones sucesivas. En este caso, la tarea del filósofo es más modesta en relación con la primera situación y menos sublime en relación con la segunda: enseña a coordinar los esfuerzos, a no arrojarse de cabeza a la acción, y al mismo tiempo a no demorarse en la inacción, a hacer elecciones razonadas, a proponerse a título de hipótesis, metas intermedias, corrigiendo el itinerario durante el trayecto si es necesario, a adaptar los medios al fin, a reconocer los caminos equivocados y abandonarlos una vez reconocidos como tales. Para esta situación nos puede ser útil otra imagen, la del laberinto: quien entra en un laberinto sabe que existe una vía de salida, pero no sabe cuál de los muchos caminos que se abren ante él a medida que marcha conduce a ella. Avanza a tientas. Cuando se encuentra bloqueado un camino vuelve atrás y sigue otro. A veces el que parece más fácil no es el más acertado; otras veces, cuando cree estar más próximo a su meta, se halla en realidad más alejado, y basta un paso en falso para volver al punto de partida. Se requiere mucha paciencia, no dejarse confundir nunca por las apariencias, dar (como suele decirse) un paso cada vez, y en las encrucijadas, cuando no nos es posible calcular la razón de la elección y nos vemos obligados a correr el riesgo, estar siempre listos para retroceder. La característica de la situación del laberinto es que ninguna boca de salida está asegurada del todo, y cuando el recorrido es justo, es decir, conduce a una salida, no se trata nunca de la salida final. La única cosa que el hombre del laberinto ha aprendido de la experiencia (supuesto que haya llegado a la madurez mental de aprender la lección de la experiencia) es que hay calles sin salida: la única lección de laberinto es la de la calle bloqueada.
Pero ¿qué pasa si en lugar de la imagen de la mosca en la botella consideramos la del pez en la red? También el pez se debate en la red para salir de ella, con una diferencia: cree que hay un camino de salida, pero éste no existe. Cuando la red se abra (no por obra suya) la salida no será una liberación, es decir, un principio, sino la muerte, o sea el fin. En esta situación, la tarea del filósofo, del espectador externo que ve no solo el esfuerzo sino también la meta, no puede ser la ya descrita por Wittgenstein. Con toda probabilidad predicará la vanidad de la cura, de agitarse sin un objetivo, la renuncia a los bienes cuya posesión no es segura y en cualquier forma ya no depende de nosotros, la abstinencia, la resignación, la imperturbabilidad. Nos invitará a contentarnos con el breve tiempo de vida que aún no es dado vivir, a esperar la muerte con serenidad y tal vez a cultivar nuestro jardín.
(…) Pero nosotros, los hombres, ¿somos, moscas en la botella o peces en la red?
Tal vez ni una cosa ni otra. Tal vez la condición humana puede representarse globalmente de manera más apropiada con una tercera imagen: el camino de salida existe pero no hay afuera ningún espectador que conozca de antemano el recorrido. Estamos todos dentro de la botella. Sabemos que la vía de salida existe pero sin saber exactamente dónde se halla procedemos por tentativas, por aproximaciones sucesivas. En este caso, la tarea del filósofo es más modesta en relación con la primera situación y menos sublime en relación con la segunda: enseña a coordinar los esfuerzos, a no arrojarse de cabeza a la acción, y al mismo tiempo a no demorarse en la inacción, a hacer elecciones razonadas, a proponerse a título de hipótesis, metas intermedias, corrigiendo el itinerario durante el trayecto si es necesario, a adaptar los medios al fin, a reconocer los caminos equivocados y abandonarlos una vez reconocidos como tales. Para esta situación nos puede ser útil otra imagen, la del laberinto: quien entra en un laberinto sabe que existe una vía de salida, pero no sabe cuál de los muchos caminos que se abren ante él a medida que marcha conduce a ella. Avanza a tientas. Cuando se encuentra bloqueado un camino vuelve atrás y sigue otro. A veces el que parece más fácil no es el más acertado; otras veces, cuando cree estar más próximo a su meta, se halla en realidad más alejado, y basta un paso en falso para volver al punto de partida. Se requiere mucha paciencia, no dejarse confundir nunca por las apariencias, dar (como suele decirse) un paso cada vez, y en las encrucijadas, cuando no nos es posible calcular la razón de la elección y nos vemos obligados a correr el riesgo, estar siempre listos para retroceder. La característica de la situación del laberinto es que ninguna boca de salida está asegurada del todo, y cuando el recorrido es justo, es decir, conduce a una salida, no se trata nunca de la salida final. La única cosa que el hombre del laberinto ha aprendido de la experiencia (supuesto que haya llegado a la madurez mental de aprender la lección de la experiencia) es que hay calles sin salida: la única lección de laberinto es la de la calle bloqueada.
N. BOBBIO, El problema de la guerra y las vías de la paz.
EN EL LABERINTO, entonces.