Aún recuerdo aquella historia que me contó siendo muy pequeño, acerca de los cazadores de lobos. Una historia cuyo origen se remonta a buen seguro a los anarquistas rusos y que debió de escuchar en alguna reunión popular.
La historia hablaba de un pequeño pueblo de Liberia que, acosado por los lobos, decidió un buen día formar una partida para darles caza. La tarea no se presentaba sencilla y por ello se escogió a los más valientes, a los mejores tiradores, a los más fuertes de la aldea. Y para corresponder a tal servicio, la comunidad acordó hacerse cargo de sus trabajos, de sus rebaños, del cuidado de sus casas, durante todo el tiempo que durara la batida. Se hizo así y la decisión se mostró acertada. En pocos meses los ataques de las bestias se volvieron cada vez más ocasionales y en lo más crudo del invierno las pérdidas apenas fueron unas pocas ovejas y alguna que otra espantada en algún corral, consecuencia sin duda de la desesperación aislada de algún lobo hambriento y demasiado joven. Las gentes del lugar no cabían en sí de gozo; se felicitaban y colmaban a los cazadores de honores y pequeños presentes, al tiempo que se hacían cargo de sus tareas cotidianas con esmero. Por su parte, los cazadores llevaban una vida regalada; se levantaban tarde, haraganeaban todo el día y cuando el sol declinaba salían a sus puestos en los bosques cercanos. Una vez allí, tan pronto como se delataba la manada de lobos, acudían al punto con las escopetas prestas. Y abatían tantos lobos como podían, y no eran pocos. Y así cada noche. Y durante tiempo y tiempo todo les pareció de ese color redondo que tiene todo lo perfecto. Incluso vender las pieles resultó también un buen negocio.
La historia hablaba de un pequeño pueblo de Liberia que, acosado por los lobos, decidió un buen día formar una partida para darles caza. La tarea no se presentaba sencilla y por ello se escogió a los más valientes, a los mejores tiradores, a los más fuertes de la aldea. Y para corresponder a tal servicio, la comunidad acordó hacerse cargo de sus trabajos, de sus rebaños, del cuidado de sus casas, durante todo el tiempo que durara la batida. Se hizo así y la decisión se mostró acertada. En pocos meses los ataques de las bestias se volvieron cada vez más ocasionales y en lo más crudo del invierno las pérdidas apenas fueron unas pocas ovejas y alguna que otra espantada en algún corral, consecuencia sin duda de la desesperación aislada de algún lobo hambriento y demasiado joven. Las gentes del lugar no cabían en sí de gozo; se felicitaban y colmaban a los cazadores de honores y pequeños presentes, al tiempo que se hacían cargo de sus tareas cotidianas con esmero. Por su parte, los cazadores llevaban una vida regalada; se levantaban tarde, haraganeaban todo el día y cuando el sol declinaba salían a sus puestos en los bosques cercanos. Una vez allí, tan pronto como se delataba la manada de lobos, acudían al punto con las escopetas prestas. Y abatían tantos lobos como podían, y no eran pocos. Y así cada noche. Y durante tiempo y tiempo todo les pareció de ese color redondo que tiene todo lo perfecto. Incluso vender las pieles resultó también un buen negocio.
Sin embargo, la historia seguía contando que no tardó en asomar la sombra de un grave problema: los hombres de la partida comenzaron a darse cuenta de que, de continuar con la eficacia de sus batidas, pronto se acabaría para siempre la amenaza de los lobos en toda la región, y con ella, la buena vida del cazador. Y habría que regresar a apacentar los rebaños, almacenar el forraje, remover el estiércol… en fin a esa sorda lucha por la existencia cotidiana de la que tan milagrosamente estaban exentos. La expectativa era grave y se comentó, se analizó, se discutió. Finalmente, alguien propuso la solución más extrema: se trataría de abatir las fieras necesarias como para que el pueblo siguiera considerando eficaces sus servicios pero no las suficientes como para que se pudiera prescindir de ellos. Habría que fijar un cupo exacto para que los lobos continuaran siendo, en adelante y para siempre, una amenaza aceptable. Se trataba de evitar a toda costa que la manda se extinguiera. Sólo así podrían ellos seguir gozando de una vida de cazadores de lobos. Así se propuso y así se hizo.
Y lo que la historia acabará contando es que de este modo el pueblo no acabó de librarse nunca, desde entonces, ni de los lobos ni de los cazadores de lobos.