La mañana del domingo 1 de noviembre de 1755, en siete largos, eternos minutos, la ciudad de Lisboa quedó asolada por un terremoto. Posteriormente, un maremoto (un tsunami) y una multitud de incendios encadenados terminaron la destrucción.
Sobre las nueve y media de la mañana, la tierra comenzó a temblar, como si de una embarcación sobre el mar se tratara. De norte a sur y después de este a oeste. Un inmenso movimiento vertical derrumbó las casas, abriendo grietas de más de cinco metros de anchura por donde emanaban gases sulfurosos que ocasionaron una nube negra y densa por encima de los escombros.
Miles de personas quedaron sepultados ya en los primeros momentos, y entre los supervivientes la confusión y el terror fueron totales. Muchos huyeron hacia la desembocadura del río y allí pudieron presenciar como, por un momento, el mar retrocedía dejando a la vista una enorme extensión de tierra desde siempre cubierta por las aguas. Al instante, el mar se irguió, y con una altura inimaginable, invadió al propio río, las calles, el puerto. Una ola de 10 metros penetró profundamente en la tierra.
En las zonas que se salvaron del maremoto, los incendios se propagaron rápidamente y durante cinco días estuvieron asolando la ciudad.
Diversas estimaciones cuantifican en 90.000 los muertos en una población, la de la Lisboa de entonces de poco más de un cuarto de millón. Pero asimismo hay que añadir 10.000 más en Marruecos y más de 2.000 en España, especialmente en Ayamonte, Huelva.
Las ondas sísmicas fueron sentidas hasta en Finlandia y maremotos de más de 20 metros de altura barrieron las costas africanas del norte. Hasta la isla de la Martinica, en el otro lado del Océano Atlántico sufrió sus efectos.
Como también los padeció España. La Giralda, afectada; en Cádiz, una ola de 15 metros barrió la ciudad y por tres veces el mar entró en ella; en Salamanca, una torre de la catedral nueva sufrió tales desperfectos que se contempló la posibilidad, finalmente descartada, de derruirla; como en Valladolid. Hasta en Zamora se produjeron daños, notándose alteraciones en las aguas del Duero. Incluso, en Cataluña, en Barcelona, en la montaña de Montserrat se dice que se abrió una grieta donde se encontró agua termal.
Y asimismo, en la provincia de Albacete: se detecta el movimiento de las aguas en los aljibes y pilas, en Jorquera; el río Júcar, menguando rápidamente para después casi inmediatamente volver a crecer extraordinariamente, enturbiándose profusamente; tañidos de las campanas de las iglesias por el efecto de las vibraciones sísmicas, en Letur y Bogarra; resquebrajamiento de la iglesia de San Juan, hoy catedral, de la capital; y la caída de una almena del castillo de Almansa (datos recogidos de Efectos del terremoto de Lisboa en las localidades de la actual provincia de Albacete, de F. Rodríguez de la Torre)
La noticia del acontecimiento se propagó rápidamente por toda Europa y la inmensidad de la destrucción provocó una profunda conmoción.
Sobre las nueve y media de la mañana, la tierra comenzó a temblar, como si de una embarcación sobre el mar se tratara. De norte a sur y después de este a oeste. Un inmenso movimiento vertical derrumbó las casas, abriendo grietas de más de cinco metros de anchura por donde emanaban gases sulfurosos que ocasionaron una nube negra y densa por encima de los escombros.
Miles de personas quedaron sepultados ya en los primeros momentos, y entre los supervivientes la confusión y el terror fueron totales. Muchos huyeron hacia la desembocadura del río y allí pudieron presenciar como, por un momento, el mar retrocedía dejando a la vista una enorme extensión de tierra desde siempre cubierta por las aguas. Al instante, el mar se irguió, y con una altura inimaginable, invadió al propio río, las calles, el puerto. Una ola de 10 metros penetró profundamente en la tierra.
En las zonas que se salvaron del maremoto, los incendios se propagaron rápidamente y durante cinco días estuvieron asolando la ciudad.
Diversas estimaciones cuantifican en 90.000 los muertos en una población, la de la Lisboa de entonces de poco más de un cuarto de millón. Pero asimismo hay que añadir 10.000 más en Marruecos y más de 2.000 en España, especialmente en Ayamonte, Huelva.
Las ondas sísmicas fueron sentidas hasta en Finlandia y maremotos de más de 20 metros de altura barrieron las costas africanas del norte. Hasta la isla de la Martinica, en el otro lado del Océano Atlántico sufrió sus efectos.
Como también los padeció España. La Giralda, afectada; en Cádiz, una ola de 15 metros barrió la ciudad y por tres veces el mar entró en ella; en Salamanca, una torre de la catedral nueva sufrió tales desperfectos que se contempló la posibilidad, finalmente descartada, de derruirla; como en Valladolid. Hasta en Zamora se produjeron daños, notándose alteraciones en las aguas del Duero. Incluso, en Cataluña, en Barcelona, en la montaña de Montserrat se dice que se abrió una grieta donde se encontró agua termal.
Y asimismo, en la provincia de Albacete: se detecta el movimiento de las aguas en los aljibes y pilas, en Jorquera; el río Júcar, menguando rápidamente para después casi inmediatamente volver a crecer extraordinariamente, enturbiándose profusamente; tañidos de las campanas de las iglesias por el efecto de las vibraciones sísmicas, en Letur y Bogarra; resquebrajamiento de la iglesia de San Juan, hoy catedral, de la capital; y la caída de una almena del castillo de Almansa (datos recogidos de Efectos del terremoto de Lisboa en las localidades de la actual provincia de Albacete, de F. Rodríguez de la Torre)
La noticia del acontecimiento se propagó rápidamente por toda Europa y la inmensidad de la destrucción provocó una profunda conmoción.
Francois Marie Arouet, VOLTAIRE, anda en 1755 en Suiza, en Ginebra, una ciudad donde la libertad intelectual era en la época casi como una divisa, y es allí donde tiene noticia del devastador suceso. Profundamente impresionado por la magnitud descomunal del desastre, muy poco tiempo después, es capaz de plasmar esa conmoción en una obra, magnífica, intensa, llena de dolor y compasión, pero asimismo de indignación.
Una verdadera obra maestra y además un ejercicio filosófico de primer nivel.
Es, naturalmente, el POEMA SOBRE EL DESASTRE DE LISBOA.
Poco tiempo después, Voltaire tiene que abandonar Ginebra. Ni su poema ni la obra posterior, Cándido, sientan bien entre los calvinistas ginebrinos, que los consideran un ataque intolerable hacia la religión. Y Voltaire recuerda entonces que fueron precisamente los calvinistas los que quemaron a Miguel Servet. Definitivamente, ni Ginebra ni Suiza eran la patria de la libertad de pensamiento.
El viejo y enorme problema planteado por Epicuro acerca de cómo hacer compatible, cómo conciliar la afirmación de una divinidad absolutamente bondadosa con una calamidad humana se convierte definitivamente en irresoluble. El poema de Voltaire marca el final de la posibilidad de toda, de cualquier teodicea.
(Trabajando precisamente en esta entrada, hoy, 11 de marzo, casual y fatalmente, descomunal terremoto en Japón)
(Trabajando precisamente en esta entrada, hoy, 11 de marzo, casual y fatalmente, descomunal terremoto en Japón)