¿Y si un día recibiéramos una visita como ésta?

Mientras en silencio daba vueltas en mi interior a estos pensamientos y lanzaba al viento mi llanto con la ayuda de mi pluma, pude advertir que sobre mi cabeza se erguía la figura de una mujer de sereno y majestuoso rostro, de ojos de fuego, penetrantes como jamás los viera en ser humano, de color sonrosado, llena de vida, de inagotadas energías, a pesar de que sus muchos años podían hacer creer que no pertenecía a nuestra generación. Su porte, impreciso, nada más me dio a entender, pues ya se reducía y abatiéndose se asemejaba a uno de tantos mortales, ya por el contrario se encumbraba hasta tocar el cielo con su frente, y en él penetraba su cabeza, quedando inaccesible a las miradas humanas.
Su vestido lo formaban finísimos hilos de materia inalterable, con exquisito primor entretejidos; ella misma lo había hecho con sus manos, según más adelante me hizo saber. Y, a semejanza de un cuadro difuminado, ofrecía, envuelto como en tenue sombra, el aspecto desaliñado de cosa antigua. En su parte inferior veíase bordada la letra griega pi y en lo más alto, la letra thau y enlazando las dos letras había unas franjas que, a modo de peldaños de una escalera, permitían subir desde aquel símbolo de lo inferior al emblema de lo superior.
Sin embargo, iba maltrecho aquel vestido: manos violentas lo habían destrozado, arrancando de él cuantos pedazos les fuera posible llevarse entre los dedos. La mayestática figura traía en su diestra mano unos libros; su mano izquierda empuñaba un cetro.
Cuando la dama vio a mi cabecera a las Musas de la poesía, dictando las palabras propias de mi llanto, se irritó un tanto e indignada, exclamó con fulminante mirada:
-¿Quién ha dejado acercarse hasta mi enfermo a estas despreciables cortesanas de teatro, que no solamente no pueden traerle el más ligero alivio para sus males, sino que antes bien le propinarán endulzado veneno? Sí; con las estériles espinas de las pasiones, ellas ahogan la cosecha fecunda de la razón; son ellas las que adormecen a la humana inteligencia en el mal, en vez de libertarla. ¡Ah! Si vuestras caricias me arrebataran a un profano, como sucede con frecuencia, el mal seria menos grave, porque en él mi labor no se vería frustrada; pero ¿es que ahora queréis quitarme a este hombre alimentado con las filosofías eleática y académica? Marchad, alejaos más bien de este lugar, Sirenas que fingís dulzura para acarrear la muerte; dejadme a este enfermo, al cual yo cuidaré con mis musas, hasta devolverle la salud y el bienestar
Ante tales increpaciones, las musas que me asistían bajaron los ojos; y, cubiertos los rostros con el rubor de la vergüenza, transpusieron el umbral de mi casa.
Yo, que con la vista turbada por las lágrimas no podía distinguir quién fuese aquella mujer de tan soberana autoridad, sobrecogido de estupor, fijos los ojos en tierra, aguardé en silencio lo que ella hiciera.
Entonces ella, acercándose más, se sentó al borde de mi lecho; y clavó sus ojos en mi rostro, atravesado por el dolor y sumido en la tristeza. ..