A PROPÓSITO DE UN PERRO

Para corregir una carencia difícilmente perdonable.




Una etapa del concurso nos permite remediar un gran olvido y sacar de los GRANDES OLVIDADOS a quien no merece estar ahí.







Para los griegos fue, desde antiguo, el perro el animal impúdico por excelencia, y el calificativo de perro evocaba ante todo ese franco impudor del animal. Era un insulto apropiado motejar de perro a quienes, por afán de provecho o un arrebato pasional, conculcaban las normas del mutuo respeto, el decoro y la decencia. Al perro le caracterizaba la falta de aidos, que es respeto y vergüenza.

(…) En un extremo del dominio bestial están animales tan prudentes y civilizados como las hormigas y las abejas (no olvidemos que el atento Aristóteles también calificó a la abeja, como al hombre, de zoon politikon, animal cívico). Disciplinadas, organizadas en comunidad, ejemplarmente laboriosas, las abejas son para algunos pensadores griegos el paradigma de civilidad. En el otro extremo, sin embargo, está el perro, pese a que no es una fiera salvaje, sino un compañero fiel del hombre, doméstico y domesticado. Pero el perro es muy poco gregario, es insolidario con los suyos y está dispuesto a traicionar a la especie canina y pasarse del lado de los humanos, si con ello obtiene ganancias; es agresivo y fiero, o fiel y cariñoso, según sus relaciones individuales. Vive junto a los hombres pero mantiene sus hábitos naturales con total impudor. Es natural como son los animales, aunque convive en un espacio humanizado. Participa de la civilización pero desde el margen de su propia condición de bruto. Uno diría que comparte con el esclavo –según la versión aristotélica- la capacidad de captar algo de la razón, del lógos, en el sentido de que sabe obedecer las órdenes de su amo, pero no mucho más. Es sufrido, paciente, fiero con los extraños, y se acostumbra a vivir junto a los humanos, aceptando lo que le echen para comer. Es familiar y hasta urbano, pero no se oculta para hacer sus necesidades ni para sus tratos sexuales, roba las carnes de los altares y se mea en las estatuas de los dioses, sin miramientos. No pretende honores ni tiene ambiciones. Sencilla vida es la vida de perro.

Quienes comenzaron a apodar a Diógenes de Sinope el Perro, tenían muy probablemente intención de insultarle con un epíteto tradicionalmente despectivo. Pero el paradójico Diógenes halló muy ajustado el calificativo y se enorgulleció de él. Había hecho de la desvergüenza uno de sus distintivos y el emblema del perro le debió de parecer pintiparado para expresión de su conducta.

Predicaba, más con gestos y una actitud constante que con discursos y arengas, el rechazo de las normas convencionales de civilidad. Postulaba un retorno a lo natural y espontáneo, desligándose de las obligaciones cívicas. Exiliado en Atenas y en Corinto, asistía como espectador irónico al tráfago de las calles, sin gozar de derechos de ciudadanía. No practicaba ningún oficio, ni se preocupaba de honras y derechos, no tenia familia y no votaba ni contribuía al quehacer comunitario. Deambulaba por la ciudad como un espectador irónico y sin compromisos, sonriente y mordaz mendigaba para sustentarse, aunque se contentaba con poco. Su cobijo más famoso fue una gran tinaja de barro (el tonel de Diógenes), su ajuar un burdo manto y un bastón de peregrino. Diógenes llevaba una vida ociosa de perro en medio de la ciudad atribulada y bulliciosa.

C. GARCÍA GUAL, La secta del perro










Estatua de Diógenes en Sínope, Turquía. con perro, farol y tinaja incluidos