El 28 de octubre de 1704, en la campiña de Essex, Inglaterra, moría John LOCKE.

Y lo hacía en presencia de su anfitriona, lady Masham, Damaris Cudworth, la persona que lo cuidó en sus últimos días.


Parece ser que tras darle a su amiga instrucciones sobre lo que había que hacer con su cuerpo, el filósofo pronunció las que serían sus últimas palabras: He vivido lo suficiente y doy gracias a Dios por haber disfrutado de una vida feliz; pero al fin y al cabo esta vida no es sino vanidad.


Comenzada la tarde del 28 de cotubre, Locke se llevó las manos a la cara, cerró los ojos y murió.




Está enterrado en el patio de la iglesia de High Laver, en Essex




Con un epitafio que escribió él mismo:

Detente, viajero. Aquí yace John Locke. Si te preguntas qué clase de hombre era, él mismo te diría que alguien contento con su medianía. Alguien que, aunque no fue tan lejos en las ciencias, sólo buscó la verdad. Esto lo sabrás por sus escritos. De lo que él deja, ellos te informarán más fielmente que los sospechosos elogios de los epitafios. Virtudes, si las tuvo, no tanto como para alabarlo ni para que lo pongas de ejemplo. Vicios, algunos con los que fue enterrado. Si buscas un ejemplo que seguir, en los Evangelios lo encuentras; si uno de vicio, ojalá en ninguna parte; si uno de que la mortalidad te sea de provecho, aquí y por doquier.


Al cual se le añadió:

Que nació el 29 de agosto del año de Nuestro Señor de 1632,
y que falleció el 28 de octubre del año de Nuestro Señor de 1704.
Este epitafio, el cual también perecerá pronto, es un registro.