Encuentro






Congregados los griegos en el Istmo, decretaron marchar con Alejandro a la guerra contra Persia, nombrándole general; y como fuesen muchos los hombres de Estado y los filósofos que le visitaban y le daban el parabién, esperaba que haría otro tanto Diógenes el de Sínope, que residía en Corinto. Mas éste ninguna cuenta hizo de Alejandro, sino que pasaba tranquilamente su vida en el barrio llamado Craneto; y así hubo de pasar Alejandro a verle. Hallábase casualmente tendido al sol, y habiéndose incorporado un poco a la llegada de tantos personajes, fijó la vista en Alejandro. Saludóle éste, y preguntándole enseguida si se le ofrecía alguna cosa, "muy poco —le respondió—; que te quites del sol". Dícese que Alejandro con aquella especie de menosprecio quedó tan admirado de semejante elevación y grandeza de ánimo, que, cuando retirados de allí empezaron los que le acompañaban a reírse y burlarse, él les dijo: "Pues yo a no ser Alejandro, de buena gana fuera Diógenes".



PLUTARCO, Vida de Alejandro









Las muchas anécdotas que ponen a Diógenes frente a un rey o un tirano – Filipo, Perdicas, Antípatro o Alejandro- expresan bien, mediante la contraposición y la réplica coloquial, la independencia del filósofo. Sin duda, la más famosa de ellas es la del encuentro de Alejandro y Diógenes en Corinto. A la pregunta del joven Alejandro: ¿Qué quieres de mí?, responde el indolente Diógenes, sentado junto a su tinaja, en tono tranquilo: Que te apartes un poco y no me quites el sol. Buena salida, es cierto. De no ser Alejandro, habría querido ser Diógenes, se cuenta que habría dicho el gran macedonio, en este u otro lance. Uno y otro representan los dos tipos del máximo individualismo, ambos por encima de las convenciones de la gente y de la época. (…) El filósofo pone en evidencia la inferioridad del tirano por su insaciabilidad y su sumisión a la Doxa; el sabio está por encima de esa ambición de riquezas, de honores, poder y pasiones que determinan la conducta del monarca; todo eso es, para el cínico, vanidad (…) Como los demás encuentros de Diógenes con otros reyes, carece de base histórica. Aunque pudo tener lugar un encuentro de Diógenes y Alejandro, cuando éste aún no había partido para sus conquistas de Asia, el coloquio es inverosímil históricamente.



C. GARCÍA GUAL La secta del perro








Las dos grandezas





Uno altivo, otro sin ley,

así dos hablando están.

–Yo soy Alejandro el rey

.–Y yo Diógenes el can.



–Vengo a hacerte más honrada

tu vida de caracol.

¿Qué quieres de mí? – Yo, nada;

que no me quites el sol.–



Mi poder... –Es asombroso,

pero a mí nada me asombra.

–Yo puedo hacerte dichoso.

–Lo sé, no haciéndome sombra.



–Tendrás riquezas sin tasa,

un palacio y un dosel.

–¿Y para qué quiero casa

más grande que este tonel?



– Mantos reales gastarás

de oro y seda. –¡Nada, nada!

¿No ves que me abriga más

esta capa remendada?



–Ricos manjares devoro.

–Yo con pan duro me allano.–

Bebo el Chipre en copas de oro

.–Yo bebo el agua en la mano



.–¿Mandaré cuanto tú mandes?

–¡Vanidad de cosas vanas!

¿Y a unas miserias tan grandes

las llamáis dichas humanas?



– Mi poder a cuantos gimen,

va con gloria a socorrer.

–¡La gloria! capa del crimen;

crimen sin capa ¡el poder!



– Toda la tierra, iracundo,

tengo postrada ante mí

.–¿Y eres el dueño del mundo,

no siendo dueño de ti?



– Yo sé que, del orbe dueño,

seré del mundo el dichoso.

– Yo sé que tu último sueño

será tu primer reposo.



–Yo impongo a mi arbitrio leyes.

–¿Tanto de injusto blasonas?

–Llevo vencidos cien reyes.

–¡Buen bandido de coronas!



–Vivir podré aborrecido,

mas no moriré olvidado.

–Viviré desconocido,

mas nunca moriré odiado.



–¡Adiós! pues romper no puedo

de tu cinismo el crisol.

–¡Adiós! ¡Cuán dichoso quedo,

pues no me quitas el sol!



–Y al partir, con mutuo agravio,

uno altivo, otro implacable,

-¡Miserable! dice el sabio;

y el rey dice: –¡Miserable!



R. de CAMPOAMOR, Las dos grandezas




Pinturas:


G. Langetti, alrededor de 1650

I. Tupylev, 1787

S. Ricci, alrededor de 1750

J.B. Regnault, 1776