Pienso que tengo la necesidad de entrar en la casa, pero por el momento la puerta está cerrada. Todo lo que puedo hacer es imaginar que alguien sale de una barcaza amarrada cerca de la casa, va andando hasta ella y pregunta por SPINOZA. El encantado Van der Spijk, el propietario y pintor, abriría la puerta. Acompañaría amigablemente al visitante hasta su estudio, situado tras las dos ventanas inmediatas a la puerta principal, lo invitaría a esperar, e iría a decirle a Spinoza, su inquilino, que había llegado una visita.


Los aposentos de Spinoza estaban en el tercer piso, y éste bajaría por la escalera espiral, una de ésas por las que la arquitectura holandesa tiene mala fama. Spinoza iría elegantemente vestido, con su traje fidalgo; nada nuevo, nada muy gastado, todo bien conservado: cuello blanco almidonado, pantalones negros, un chaleco de cuero negro, una chaqueta de lana de camello, negra, bien equilibrada sobre sus hombros, zapatos de cuero negro brillantes con grandes hebillas de plata y, quizá, un bastón de madera para ayudarse a subir la escalera. Tenía la cara armoniosa y bien afeitada; sus ojos grandes y negros, que resplandecían brillantes, dominaban su aspecto. Su cabello también era negro, al igual que las largas cejas; la piel era olivácea, la estatura media, el cuerpo grácil.

Con educación, incluso con afabilidad, pero de manera directa y económica, al visitante se le apremiaba para que entrara en materia. Este maestro generoso podía mantener conversaciones sobre óptica, política y fe religiosa durante sus horas de despacho. Se servía té. Van der Spijk continuaba pintando, casi siempre en silencio, pero con una dignidad democrática y saludable. Sus siete hijos traviesos se mantenían alejados, en la parte posterior de la casa. La señora Van der Spijk cosía. Los criados se afanaban en la cocina. Podemos imaginarnos el cuadro.


Spinoza fumaba su pipa. El aroma del tabaco libraba batalla con la fragancia de la trementina mientras se planteaban preguntas, se ofrecían respuestas y la luz del día menguaba. Spinoza recibía innumerables visitas, desde vecinos y parientes de los Van der Spijk hasta jóvenes estudiantes impacientes y mujeres jóvenes e impresionables, desde Gottfried Leibniz y Christians Huygens hasta Henry Oldenburg, presidente de la recién creada Sociedad Real de Inglaterra. A juzgar por el tono de su correspondencia, era más benévolo con la gente sencilla y menos paciente con sus iguales. Aparentemente, podía soportar con facilidad a los necios modestos, pero no a los de otra clase.


Puedo imaginarme también una comitiva fúnebre, en otro día gris, el 25 de febrero de 1677, con el sencillo ataúd de Spinoza, seguido por la familia Van der Spijk y “muchos hombres ilustres, en total seis carruajes”, dirigiéndose lentamente a la Iglesia Nueva, a sólo unos minutos de distancia.

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Encuentro la tumba allí donde pensé que estaría, en la parte posterior del patio; es una piedra plana al nivel del suelo y una lápida vertical, sin adornos y sin señales de haber estado sometida a la intemperie. Además de anunciar a quién corresponde la tumba, la inscripción reza ¡CAUTE!, que en latín significa “¡Ten cuidado!”.
Se trata de un consejo un poco estremecedor, si consideramos que los restos de Spinoza no se hallan realmente dentro de la tumba, y que su cuerpo fue robado, nadie sabe por quién, poco después del entierro, cuando el cadáver reposaba en el interior de la iglesia. Spinoza nos había dicho que cada hombre debe pensar lo que quiera y decir lo que piensa, pero no tan deprisa, no todavía. Ten cuidado. Vigila lo que dices (y escribes) y ni tan siquiera tus huesos se escaparán.

Spinoza utilizaba caute en su correspondencia, impreso justo debajo de la imagen de una rosa. En su Tractatus, indicó un impresor ficticio, así como una ciudad incorrecta de publicación (Hamburgo). La página del autor estaba en blanco. Aún así, y aunque el libro estaba escrito en latín y no en holandés, las autoridades de Holanda lo prohibieron en 1674. Como era fácil de predecir, también lo pusieron en el Índice de libros peligrosos del Vaticano. La Iglesia consideró que el libro era un ataque resuelto a la religión organizada y a la estructura del poder político.
Después de eso, Spinoza se abstuvo de publicar nada. No es ninguna sorpresa. Sus últimos escritos se hallaban todavía en el cajón de su mesa el día de su muerte, pero Van der Spijk sabía qué debía hacer: envió toda la mesa a Amsterdam, a bordo de una barcaza; allí fue entregada al editor real de Spinoza, John Rieuwertz. La colección de manuscritos póstumos se publicó más avanzado aquel mismo año, anónimamente.

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Contemplo la tumba de Spinoza y después me acuerdo de la inscripción que Descartes preparó para su propia lápida: “Quien bien se escondió, vivió bien”. Sólo veintisiete años separan la muerte de estos dos contemporáneos parciales (Descartes murió en 1650). Ambos pasaron la mayor parte de su vida en el paraíso holandés, Spinoza por derecho de nacimiento, el otro por elección: Descartes había decidido al comienzo de su carrera que era probable que sus ideas toparan con la Iglesia Católica y la Monarquía en su Francia nativa, de donde se marchó calladamente a Holanda. Pero ambos tuvieron que esconderse y fingir, y en el caso de Descartes, quizá distorsionar su propio pensamiento. La razón es evidente.


En 1633, un año después del nacimiento de Spinoza, Galileo fue interrogado por la Inquisición romana y puesto bajo arresto domiciliario. Aquel mismo año, Descartes impidió la publicación de su Tratado del hombre y, aún así, tuvo que responder a algunos ataques por sus ideas acerca de la naturaleza humana.

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Entre las gracias que hemos de dar por vivir en una época distinta, incluso en la actualidad uno se estremece al pensar en las amenazas que se ciernen sobre estas libertades, que tanto costó obtener. Quizá caute siga siendo apropiado.


Mientras abandono el patio de la iglesia, mis pensamientos se dirigen al extraño significado de este camposanto. ¿Por qué razón Spinoza, que nació judío, está enterrado junta a esta poderosa iglesia protestante? La respuesta es tan complicada como todo lo que tiene que ver con él.
Está enterrado aquí, quizá, porque habiendo sido expulsado por sus compañeros judíos, podía ser considerado cristiano por omisión; ciertamente, no podía ser enterrado en el cementerio judío de Ouderkerk. Pero no está realmente allí, quizá, porque nunca se convirtió en un verdadero cristiano, protestante o católico, y a los ojos de muchos era ateo.
Y qué apropiado resulta todo. El Dios de Spinoza no era judío ni cristiano. El Dios de Spinoza estaba en todas partes, no se le podía hablar, no respondía si se le rezaba, se encontraba absolutamente en todas las partículas del universo, sin principio ni fin. Enterrado y desenterrado; judío o no; portugués, pero no realmente; holandés, pero no del todo, Spinoza no pertenecía a ningún lugar y pertenecía a todos.

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En este pequeño espacio Spinoza recibía a sus incontables visitantes, entre ellos Leibniz y Huygens. En este pequeño espacio Spinoza tomaba sus comidas (cuando no estaba distraído con su trabajo y olvidaba que tenía que comer) y hablaba con la esposa de Van der Spijk y con sus ruidosos hijos. En este pequeño espacio se sentó, abrumado por las noticias del asesinato de los De Witt.
¿Cómo pudo Spinoza haber sobrevivido a esta reclusión? Sin duda, liberándose en el espacio infinito de su mente, un lugar mayor y no menos refinado que Versalles y sus jardines, donde, en aquellos días, Luis XIV, que apenas era seis años más joven que él y estaba destinado a sobrevivirle otros treinta, estaría paseándose seguido por su gran séquito.
Debía tener razón Emily Dickinson cuando escribió que un solo cerebro, al ser más amplio que el cielo, puede acomodar confortablemente el intelecto de un hombre y, además, el mundo entero.


A. R. DAMASIO, En busca de Spinoza.