Una exigencia absoluta


Existe entre los hombres, por el hecho de ser hombres, una solidaridad en virtud de la cual cada uno es corresponsable de toda injusticia y de todo mal cometido en el mundo, y en particular de los crímenes cometidos en su presencia, o sin que él los ignore. Si no hago lo que puedo para impedirlos, soy cómplice. Si no he arriesgado mi vida para impedir el asesinato de otros hombres, si no he dicho esta boca es mía, me siento culpable en un sentido que no puede ser comprendido de manera adecuada, ni desde el punto de vista jurídico, ni políticamente, ni moralmente. Que yo esté todavía con vida después que cosas tales hayan sucedido, pesa sobre mí como una culpa inexpiable.(…). En alguna parte, en la profundidad de las relaciones humanas, se impone una exigencia absoluta: en caso de ataque criminal, o de condiciones de vida que amenazan al ser físico, no aceptar otra cosa que no sea vivir todos juntos o que no viva nadie; eso es lo que constituye la sustancia misma del alma humana. Pero eso no es así ni en la comunidad de todos los hombres, ni entre los ciudadanos de un Estado, ni en el interior de grupos más pequeños; la solidaridad resta limitada a los más estrechos vínculos humanos, y eso constituye nuestra culpa común.
K. JASPERS, La culpabilidad alemana (1945)