Perplejidad

Hacer filosofía requiere ser lo bastante ingenuo – o valiente- para reconocer que no vemos las cosas claras. Para aceptar sin reservas ni coartadas el desconcierto, la desazón y el vértigo que nos produce lo que no entendemos. A menudo se cita como frase inaugural de la filosofía la sentencia socrática ‘sólo sé que no sé nada’.
La filosofía, en efecto, ni sabe mucho no aporta casi nada. No proporciona ni la seguridad que ofrece la ciencia, ni el placer que produce el arte ni el consuelo que puede darnos la religión.
En vez de buscar una explicación, una fórmula, un concepto o un exorcismo que suavice nuestro horror al vacío intelectual y nuestro terror a lo desconocido, la actitud filosófica es aquella que osa demorarse y hurgar en la perplejidad misma. Más que osar saber, osar ignorar.
Una osadía que tienen naturalmente los niños, y que sólo con los años vamos perdiendo. Como se sabe los niños hacen siempre más preguntas de la cuenta.
-¿Y por qué trabajas todo el día, papá?
-Para que tú puedas ir a la escuela
-¿Y para qué he de ir a la escuela?
-Para estudiar y aprender muchas cosas.
-¿Y para qué he de estudiar y aprender muchas cosas?
-Para que, cuando seas mayor, puedas ganarte la vida.
-¿Y para qué he de ganarme la vida?
-Para casarte, tener hijos…
-¿Y que los hijos vayan a la escuela? Así, yo voy a la escuela para que mis hijos vayan a la escuela para que…
Éste es el momento en el que los mayores no sabemos ya qué contestar y apelamos a la autoridad:
-Mira, calla y deja de hacer preguntas tontas.

Pero son precisamente esas preguntas tontas las que no deja de hacerse el filósofo toda su vida. Y en este sentido tendría razón quien dijera que son filósofos las personas que no han sabido asumir ni superar la crisis de la infancia. Pues hay una cosa que los niños intuyen y los filósofos saben: que toda pregunta llevada un poco más allá de la cuenta no tiene respuesta sino que nos conduce directamente a una nueva pregunta o a una paradoja.
(…) Es nuestra propia tentación de ver claro lo que nos lleva a situar los problemas, a definir los acontecimientos y a poner las preguntas allí donde quisiéramos que estuvieran, para no tenernos, de veras, que cuestionar. Recortamos así el mundo a la medida de nuestras necesidades, es decir a la medida de nuestros compartimientos mentales o culturales que ya tenemos preparados para entenderlo. Pero lo que la perplejidad filosófica puede enseñarnos es que a menudo el problema está donde no se deja captar.
(…) También es así cómo cualquier pensamiento se vuelve filosofía. Frente a la obsesión de verlo todo claro, la filosofía comienza a encontrar problemático lo que para los otros, para todo el mundo, para casi todo el mundo, es evidente, claro y transparente.

X. Rubert de Ventos, Por qué filosofía