Lo que parecía ser una leyenda más (hoy las llamaríamos urbanas), como que hay cocodrilos en las alcantarillas de Manhattan y de Albacete, o que Galileo dijo eso de Eppur si muove después de haber firmado el acta de su retractación, o que es posible sacar un ocho o más en Filosofía porque uno noséquién lo hizo una vez, o que el ser humano ha pisado la luna (de todo lo anterior, una única cosa parece ser cierta y confirmada) tiene, en realidad, verosimilitud, e incluso más que eso.
Se trata de, tiene que ver con, Renatius Cartesius, o René DESCARTES.
Algunos aspectos y momentos de su vida aparecen envueltos en el misterio. Pero uno de ellos se da más allá de su vida.
Los restos de Descartes reposan (quizás tengan reposo, quizás no; pero lo cierto es que se encuentran) en la iglesia parisina de Saint-Germain-des-Pres (la referencia la tenemos en una entrada anterior a ésta). Aunque en realidad, los restos, todos los restos, el cadáver completo, no. Pues su cráneo se encuentra en otro lugar, en el Museo del Hombre de la capital francesa, a unos cuantos kilómetros de la iglesia citada y del resto del cuerpo.
Y no solamente que ambos, cuerpo y cabeza-cráneo, se encuentran separados, sino que además tuvieron viajes muy distintos. Es más, el cráneo de Descartes llegó a su país natal cerca de 200 años después del cuerpo.
Ya se nos advertía en la entrada de ese enlace que la explicación de ese hecho tan insólito era otra historia. Y esa historia viene a ser más o menos como sigue. Porque el mayor misterio de la vida de Descartes está relacionado con su muerte.
En 1649, Descartes es ya un filósofo consagrado, de prestigio reconocido en las esferas intelectuales. Ha publicado su obra más célebre, el Discurso del método, y vive muy tranquilamente en la tranquila Holanda, un oasis de paz y tolerancia en medio de un océano de convulsiones y conflictos de todo tipo. Y ese año recibe una invitación procedente de Suecia y firmada por la reina.
Cristina, que cuenta 23 años, reina en Suecia desde hace 5 y lleva un tiempo empeñada en poner a su país en el mundo letrado y docto. Para ello, ha ido haciendo venir a la corte a artistas de todo tipo y ahora quiere dar más relumbrón a su iniciativa. Se ha fijado (¿encaprichado?) de un filósofo que ha conocido por la lectura de su obra y pretende ser instruida directamente por él. Por supuesto, Descartes.
Poco amigo de viajes y ajetreos, y poco interesado por la invitación, Descartes se muestra reticente, da largas; pero la insistencia de una reina es inconmovible, acostumbrada probablemente a que pocas o ninguna voluntad se le resista. Y así, en otoño de ese año, Descartes se embarca rumbo a Estocolmo.
Se trata de, tiene que ver con, Renatius Cartesius, o René DESCARTES.
Algunos aspectos y momentos de su vida aparecen envueltos en el misterio. Pero uno de ellos se da más allá de su vida.
Los restos de Descartes reposan (quizás tengan reposo, quizás no; pero lo cierto es que se encuentran) en la iglesia parisina de Saint-Germain-des-Pres (la referencia la tenemos en una entrada anterior a ésta). Aunque en realidad, los restos, todos los restos, el cadáver completo, no. Pues su cráneo se encuentra en otro lugar, en el Museo del Hombre de la capital francesa, a unos cuantos kilómetros de la iglesia citada y del resto del cuerpo.
Y no solamente que ambos, cuerpo y cabeza-cráneo, se encuentran separados, sino que además tuvieron viajes muy distintos. Es más, el cráneo de Descartes llegó a su país natal cerca de 200 años después del cuerpo.
Ya se nos advertía en la entrada de ese enlace que la explicación de ese hecho tan insólito era otra historia. Y esa historia viene a ser más o menos como sigue. Porque el mayor misterio de la vida de Descartes está relacionado con su muerte.
En 1649, Descartes es ya un filósofo consagrado, de prestigio reconocido en las esferas intelectuales. Ha publicado su obra más célebre, el Discurso del método, y vive muy tranquilamente en la tranquila Holanda, un oasis de paz y tolerancia en medio de un océano de convulsiones y conflictos de todo tipo. Y ese año recibe una invitación procedente de Suecia y firmada por la reina.
Cristina, que cuenta 23 años, reina en Suecia desde hace 5 y lleva un tiempo empeñada en poner a su país en el mundo letrado y docto. Para ello, ha ido haciendo venir a la corte a artistas de todo tipo y ahora quiere dar más relumbrón a su iniciativa. Se ha fijado (¿encaprichado?) de un filósofo que ha conocido por la lectura de su obra y pretende ser instruida directamente por él. Por supuesto, Descartes.
Poco amigo de viajes y ajetreos, y poco interesado por la invitación, Descartes se muestra reticente, da largas; pero la insistencia de una reina es inconmovible, acostumbrada probablemente a que pocas o ninguna voluntad se le resista. Y así, en otoño de ese año, Descartes se embarca rumbo a Estocolmo.
Tras llegar e instalarse en la embajada de Francia, comienza con sus clases. Pronto, muy pronto, parece que el filósofo se convence del error de su decisión: tiene que madrugar mucho más de lo que le gustaría, la alumna está muy dispuesta pero la ve poco brillante, la vida en la corte es más que aburrida y, sobre todo y por encima de todo, el invierno, el frío glacial.
El 11 de febrero de 1650, cuando solo lleva cuatro meses en Suecia, Descartes enferma y diez días después muere. El diagnóstico, rotundo: pulmonía, muerte por pulmonía.
16 años después, el cadáver del filósofo llega a Francia tras ser reclamado por sus amigos y admiradores. Y es entonces cuando se constata que falta el cráneo. Parece ser que el encargado de exhumar el cadáver y prepararlo para el viaje, un oficial militar sueco lo sustrae y se queda con él. Y ahí comienzan una serie de casi tragicómicos avatares del cráneo cartesiano: el militar muere con grandes sumas de dinero adeudadas, los acreedores registran su casa para cobrar la deuda con lo que encontraran, pero nada encuentran salvo un cráneo, que va pasando por manos diversas con compra-ventas e incluso subastas de por medio incluidas. Finalmente, y ya en el siglo XIX, un químico sueco, en una carta dirigida a Cuvier, el biólogo y paleontólogo, el último gran defensor del creacionismo, da a conocer que posee el cráneo. Éste llega a Francia y a París y es entonces cuando, en lugar de unirlo al resto del cuerpo, se lleva al Museo del Hombre.
Hasta aquí la historia tradicionalmente admitida, los hechos comúnmente probados, dados por buenos; la historia oficial podríamos decir.
Sin embargo, desde prácticamente el mismo momento de la llegada de los restos de Descartes a Francia, circuló un rumor, como una especie de ruido soterrado, de fondo (sí; también hay mentideros filosóficos y también por allí circulan y se propagan rumores de todo tipo), una sospecha, una duda sobre esa muerte y sus causas.
Algunos datos, algunos hechos introducían esa muerte en el misterio.
Unas suposiciones, unos cabos que se atan: una figura como la de Descartes –filósofo prestigioso, extranjero, favorito de la reina, y además católico en un país oficialmente protestante- necesariamente tenía que levantar suspicacias, recelos, y cómo no, envidias en la corte sueca; pero es que, además, el propio filósofo ya tenía detrás de sí ciertos pero reales problemas de encontronazos, conflictos y persecuciones por motivos religiosos (algunas obras suyas se habían incluido en 1633 el Índice de libros prohibidos de la Iglesia católica; por cierto, ahí seguían en 1948)
Pero sobre todo uno, fue una afirmación, una frase cuando menos enigmática, que el por entonces embajador francés en Suecia, mandó grabar en la lápida del filósofo, lo que abonó el enigma:
Expió los ataques de sus rivales con la inocencia de su vida
Después, mucho después, el descubrimiento de una carta enviada a un médico holandés por parte del médico personal de la reina Cristina, en la que éste hacía una pormenorizada descripción de la enfermedad, los síntomas y la muerte de filósofo; especialmente los síntomas de los primeros días resultaban muy sospechosos, difícilmente compatibles con una pulmonía. Más bien, como acreditaron médicos contemporáneos mostraban otro tipo bien distinto de enfermedad: envenenamiento por arsénico.
Y un hombre, un jesuita, que comparte vivienda con Descartes…
Ésta que sigue parece ser la verdadera y autentica historia de LA MUERTE DE DESCARTES
Descartes era, en cambio, un hombre sereno y sabio; nunca emprendía un viaje sin reflexionar largamente acera de su conveniencia. Durante casi un año, de febrero a septiembre, había dudado acerca de si aceptar o no la invitación de Cristina de Suecia para desplazarse a la fría ciudad de Estocolmo, con el objeto de exponer ante la soberana, aún protestante por entonces, los principios de su filosofía. Finalmente se decidió a partir, cosa que hizo el 1 de septiembre de 1649. Ignoraba que mientras él se encaminaba hacia Suecia otro hombre había partido, de Roma en este caso, con el firme propósito de convertir a la reina: era el padre jesuita Viogué. La muerte de Descartes, acaecida en Estocolmo el 11 de febrero de 1650, fue atribuida durante siglos a una pulmonía causada por el duro invierno sueco. El mismo Viogué se encargó de dar la extremaunción al filósofo, que agonizaba en el edificio de la legación francesa. En una vertiginosa sucesión de acontecimientos, apenas unos meses más tarde, Cristina declaró su voluntad de abdicar; en agosto de ese año envió a Roma al jesuita Antonio Macedo para que informara de su voluntad de convertirse al catolicismo. Pocos repararon en el epitafio que, en mayo, Pierre Chanut había hecho colocar sobre la tumba de su amigo Descartes: “Expió los ataques de sus rivales con la pureza de su vida.” El documento revelador no saldría a la luz hasta tres siglos más tarde. En 1980, el historiador y médico alemán Eike Pies descubrió en Leiden, en el archivo de los manuscritos occidentales de la Rijksuniversiteit, una carta secreta dirigida a un antepasado suyo. La había escrito, pocas horas después de la muerte de Descartes, el holandés Johann Van Wullen a su colega Willem Pies, médico personal de Cristina. Lo hizo con gran astucia, escondiendo, tras informaciones ociosas y después de una aparente adhesión a la tesis oficial de la pulmonía, la noticia que quería hacer llegar por lo menos a la “libre” Holanda: Descartes había sido envenenado. Viogué -podemos concluir- había cumplido su misión.
L. CANFORA, Una profesión peligrosa. La vida cotidiana de los filósofos griegos
El filósofo, matemático y científico René Descartes, considerado el iniciador de la filosofía moderna, fue asesinado por un capellán conservador llamado François Viogué, con quien solía confesarse durante su estancia en Estocolmo. El método para envenenarlo fue tan simple como bañar con arsénico la oblea con la que iba a comulgar. Esa es la conclusión de la investigación llevada a cabo por el historiador Theodor Ebert en un ensayo que ha causado gran revuelo, tras su reciente publicación en París.La tesis de que Descartes murió de pulmonía fue desmentida por primera vez en 1980 por el especialista alemán Eike Pies, después de que éste hubiera hallado una carta escrita a un colega por el médico holandés Johan van Wullen, que trabajaba al servicio de la reina Cristina de Suecia, cuando esta contrató al filósofo francés para que la instruyera. La misiva fechada en 1650 revela los síntomas que tuvo durante los diez días anteriores a su muerte que en nada se parecen a los de una enfermedad respiratoria y sí a un envenenamiento. Primero tuvo sueño profundo y no comió, bebió, ni tomó ningún medicamento. Luego estuvo agitado, más tarde se quejó de mareo y de fiebre interna. Al octavo día incluso tuvo hipo y vómito negro. Finalmente, la respiración se volvió inestable y la mirada quedó extraviada, presagiando su muerte. Los patólogos a los que consultó el historiador no tuvieron dudas de que murió por intoxicación de arsénicoDescartes era un filósofo de fama, al que se enfrentaba el integrismo religioso, que consideraba sus teorías matemáticas y científicas como sospechosas de herejía, casi tan peligrosas como las de Galileo. Su aceptación de contribuir a la formación de la joven reina sueca, que deseaba convertir su corte en el centro de la cultura europea, fue su perdición. Alojado en la residencia del embajador francés, igual que el reaccionario capellán Viogué, este urdió un plan para matarlo, corroído de envidia por su posición de privilegio en palacio y por el odio intelectual a sus ideas. El embajador Chanut, que debió sospechar del clérigo, grabó en la lápida una enigmática inscripción: "Expió los ataques de sus rivales con la inocencia de su vida".Las desdichas de Descartes no terminaron ahí, como se deduce de que el cuerpo del filósofo descanse en la iglesia de Saint Germain-des-Près y la cabeza en el Museo del Hombre, igualmente de París. Un oficial de palacio sustrajo el cráneo, lo que se descubrió al trasladar sus restos, a los 16 años de su muerte. Un químico sueco cedió la calavera a Francia en el siglo XIX, pero no se la unió al cuerpo, sino que fue llevada al museo.El final de Descartes es propio de la mejor novela negra, incluido el epílogo del cadáver sin cabeza. Lo más previsible son los motivos del asesinato, porque los fanatismos resultan siempre los sospechosos habituales.
M. CAROL, Arsénico para Descartes, La Vanguardia 8/2/10
René Descartes, uno de los padres fundadores del racionalismo moderno, filósofo, matemático y científico, pudo morir asesinado, envenenado.
La tesis no es totalmente nueva, pero un profesor, filósofo y gran especialista en Sócrates, Platón, el pensamiento estoico y la historia de la filosofía, Th. Ebert aporta información de nuevo cuño en un ensayo universitario que suscita cierta expectación en los medios filosóficos europeos.
En 1980, por vez primera, otro especialista alemán, Eike Pies, aportó las primeras revelaciones, que llegaban a esta primera conclusión: Descartes pudo morir por envenenamiento con arsénico. Treinta años más tarde, Ebert ha conseguido reconstruir la «novela negra» de aquel siniestro crimen.
Hacia 1649, Descartes estaba en el punto álgido de su fama continental, su gloria intelectual y su enfrentamiento con el integrismo religioso, que consideran sus teorías matemáticas y científicas como harto sospechosas de herejía, apenas menos peligrosas que las de Galileo. Ese año, la Reina Cristina de Suecia invitó a Descartes a su corte, como amigo y preceptor.
La tesis del profesor Ebert es que Descartes fue envenenado por el capellán Viogué, que lo habría dado una hostia bañada en un producto similar al arsénico
Una invitación envenenada. Descartes aceptó la invitación y se instaló, en Estocolmo, en la residencia personal del embajador de Francia, donde también residía un capellán muy conservador, François Viogué. Descartes solía confesarse y comulgar con cierta regularidad, antes de dirigirse a palacio, donde debía trabajar con la Reina, todos los días, a las 5 de la mañana.
Descartes sentía cierto horror por los matinales horarios de la Reina de Suecia. Pero, con frecuencia, solía comulgar un poco antes. La tesis del profesor Ebert es que Descartes fue envenenado por el capellán Viogué, que lo habría dado una hostia bañada en un producto similar al arsénico.
Ebert ha recurrido a la historia de las ideas, para mejor reconstruir el posible asesinato por envenenamiento de Descartes. Viogué fue un capellán ultra conservador, temeroso de la «nefasta influencia» que el filósofo y científico podía ejercer en la Reina de Suecia. A juicio de Ebert, Viogué compartía hacia Descartes el mismo odio intelectual que muchos otros integristas religiosos de su tiempo: el racionalismo y las tesis del filósofo chocaban con la teología oficial de la época.
A juicio de Theodor Ebert, el bien posible envenenamiento de Descartes fue, al mismo tiempo, un crimen político y una maquinación criminal, con fondo de grandes convulsiones intelectuales.
J. P. QUIÑONERO , ABC, 8/2/10
(el cuadro de arriba, P. L. Dumesnil, La corte de Cristina de Suecia)