Las tijeras del moralista están afiladas. Su trabajo histórico ha consistido siempre en cortar las ideas, las alegrías y los pecados de los otros. Ahora se muestran también eficaces al recortar los derechos sociales y las inversiones públicas. Cualquier recortador necesita confundirse, si es que puede, con el papel del moralista. Intenta cortar por lo sano, ya sea en una falta contra la decencia o en un derecho cívico.
De todos los papeles que la crisis económica está repartiendo en la farsa de la política española, uno de los más dañinos para la democracia es el de los moralistas que justifican el desmantelamiento de los servicios públicos como una necesidad para acabar con el despilfarro. En vez de explicar las raíces profundas del declive, la construcción deficiente del Estado europeo y las estrategias de la economía especulativa, prefieren acomodarse en su sentido atávico de la penitencia: ustedes deben pasarlo mal ahora, porque durante años han vivido en pecado y por encima de sus posibilidades. Hay moralistas que se lo creen de verdad, por su educación cristiana, forjada entre los excesos del carnaval y el ayuno de la cuaresma. Otros moralistas son simples estrategas políticos que venden la aplicación de su avaricia neoliberal como si fuesen opciones para crear empleo, combatir la corrupción y acabar con el despilfarro.
La generación de este sentimiento de culpa ha calado con facilidad en España. No resulta complicado entenderlo. Además de la hipocresía que los partidos políticos han mantenido ante la corrupción de algunos de sus cargos públicos y sus aparatos, ocurre que en la memoria de nuestra sociedad queda muy cercana la pobreza. No hace falta ser un anciano venerable para recordar escenas de miseria. Los españoles que rondan la cincuentena conocieron en su infancia y su adolescencia un país humillado. Basta con repasar el blanco y negro o el primer color chillón de las fotografías colectivas.
Una imagen nos habla de los trajes de domingo que salían un martes o un miércoles del armario de los pueblos para subirse en un autobús y viajar durante horas por carreteras intransitables hacia la capital. Allí los esperaba la consulta de un médico, o la cola interminable delante de una ventanilla mal atendida, o la penumbra de una comisaría, o la caridad de un conocido con dinero o el desamparo de una sociedad sin derechos.
Otras muchas imágenes nos hablan, por ejemplo, de niños sin escolarizar, de jóvenes trabajando en una casa o un negocio por la comida y una propina, y de mujeres con pañuelos negros sentadas en una silla, sin dentadura, casi apartadas de la vida a los 60 años. También hay imágenes que recuerdan los sacrificios de los padres que renunciaban a sus caprichos para que el hijo mayor, que no había podido conseguir la beca, estudiara en la universidad. Imágenes de muchas bocas abiertas cuando empezaron a llegar los turistas, los veranos de las suecas, y cuando el televisor nos enseñó cómo se vivía en Francia o Alemania. La piel maltratada de un campesino andaluz pertenece, como los trenes sucios, el pañuelo del emigrante o los bañadores heredados del servicio militar, a la miseria que yo vi en mi infancia.
Después llegó la democracia. Como vivíamos en Europa, la democracia no significó sólo votar cada cuatro años. La democracia vino también con hospitales comarcales, carreteras decentes, trenes modernos, ventanillas atendidas, becas generalizadas, educación de adultos, viajes por España y el mundo, policías respetuosos, rostros no cuarteados por el sol, contratos laborales dignos y mala conciencia ante las desigualdades económicas o de género. No se llegó nunca a la media europea, pero se avanzó mucho.
Todas las mejoras que conocimos bajo la democracia se convierten ahora en despilfarro. Y la gente nacida en la miseria asume el sentimiento de culpa, confiesa su propensión al derroche y acepta el sacrificio por haberse creído con derecho a los servicios públicos y la dignidad laboral. Los moralistas de la crisis recortan así con sus tijeras la dimensión de las palabras política y democracia. En su significado cabe el voto, la corrupción, el sectarismo y la mentira, pero queda excluida la posibilidad de dignificar la vida de los ciudadanos.
L. GARCIA MONTERO, La democracia como culpa
PÚBLICO, 15/I/12