Sócrates: otro maestro, otra muerte

Siendo niño me gané en una ocasión el respeto de mi familia. Al parecer, en sueños, había estado hablando de Sócrates. Los que dormían conmigo en esa habitación de familia numerosa lo contaron a la hora de comer. La admiración porque el hijo pequeño mencionara en sueños al filósofo griego confirmó las tremendas expectativas que había generado años antes al anunciar, ante unas visitas, que mi partido político favorito era Euzkadiko Ezquerra, rendido a la bella sonoridad.

De quien hablaba en sueños no era del filósofo, sino del futbolista brasileño, el capitán de la selección, el Doctor Sócrates, que se había convertido en mi jugador favorito al encontrar fascinante su aspecto y su habilidad para tirar penaltis de tacón.
Para no decepcionar a la familia, tan poco aficionada al fútbol, me empleé a fondo en justificar una admiración tan desmedida. Fue bien fácil. Sócrates es de esos pocos futbolistas que permitió que el juego volara a través del negocio y los resultados, convocando una idea universal de arte, carácter y compromiso.

La democracia corinthiana fue una cima de la autogestión deportiva, donde las decisiones de un equipo ganador y exitoso se tomaban en asamblea. En plena dictadura brasileña cada una de sus decisiones iba apoyada en frases de libertad y de exigencia democrática, que acabaron por contagiar a todo el país. Por si fuera poco saldaron las deudas del club y cuando se desmontó la unidad del grupo por razones diversas, las cuentas arrojaban beneficios, cosa inédita en la gestión futbolística.
La tragedia del viejo estadio de Sarriá, cuando Brasil fue eliminada por Italia en el memorable partido del Mundial 82, acrecentó el mito del capitán y aquella selección divertida, espectacular y generosa.
Dicen que el entrenador Telê Santana afirmaba que lo importante no era jugar para ganar, sino para ser recordados. Y en aquel caso, pese a que el futuro destrozaría muchas ilusiones, y la contabilidad y el resultadismo degradarían nuestro mundo, tuvo toda la razón.

Vence el recuerdo y nos mantenemos firmes en la fidelidad a aquella propuesta, claro que sí. Y por eso la segunda muerte de Sócrates la sentimos como particular y cercana, por todas aquellas cosas que nos invitó a imaginar, a tratar de poner en pie durante una vida.


D. TRUEBA, EL PAÍS, 5/12/11



Hay futbolistas raros que flotan sobre el césped. Se mueven, zigzaguean aquí, amagan allá, bajan el balón y reptan con elegancia animal; hay un instante en que diríamos que parecen levitar. Que instauran un orden nuevo, una placidez, acaso un deslumbramiento. Y eso ocurría con Sócrates, el centrocampista de cuerpo casi gigante, 1.92, y de pie breve, apenas un 37, que acaba de fallecer. El futbolista que se parecía un poco a su ídolo Che Guevara y que se reunió en el desierto con el atrabiliario Gadafi, cuando el tirano parecía un rebelde antisistema. Si lo veías, con sus pasos grandes de zancuda, sospechabas que era lento. Era tan esbelto como los tallos de la brisa, y entonces pensabas que iba a ser quebradizo, vulnerable a cualquier patada o empujón. Incluso tenía algo de hippie extraviado en un estadio: con aquel peso undoso y crespo, con aquella cinta mesiánica que reclamaba libertad y justicia.

En sus días de gloria, los futbolistas llevaban un pantalón minúsculo y ajustado: hasta por eso reclamaba la atención el jugador del Corinthians. El doctor Sócrates poseía buen porte y nada hacía pensar que fuera un gladiador. Sócrates fue siempre un mentís al ser y a la apariencia: era, quería ser, se buscaba a sí mismo y se encontraba en los demás. En el juego colectivo, en la arrancada, en el contragolpe, en el pase preciso. Se encontraba con los otros, con aquella media inolvidable que formaba con Falçao, Toninho Cerezo y Zico, empujados desde atrás por Junior; arriba los esperaba a todos el cañonero Eder. Sócrates era, con Zico, el líder del Brasil de 1982, que perdió ante Italia: aquel equipo estaba llamado a hacer historia, pero le venció su excesiva facilidad, una cierta indolencia y la soberbia, y la pegada trasalpina, por supuesto. Rossi, con tres goles, lo mandó a casa y destrozó la leyenda futura de aquel conjunto, donde brillaba Sócrates. Brillaban los demás, y brillaban mucho, pero Sócrates era especial: era un mago, un malabarista, un jugador táctico si era necesario, buen cabeceador y, ante todo, un centrocampista imprevisible. Desconcertante. En 1986, en el Mundial de Maradona en México, Sócrates volvía a ser el mariscal del ‘jogo bonito’ de Brasil, pero también cayó cuando empezaba a librarse la batalla del título ante Francia en los penaltis. Sócrates trajo al fútbol algo nuevo: el compromiso social, la defensa del paria, la exaltación de la libertad y de la república. Y dejó, y para ser centrocampista no es nada desdeñable, más de 200 goles. Nadie en la historia del fútbol ha golpeado de tacón como él: marcaba hasta penaltis. Si Maradona fue “la mano de Dios” y mucho más en el altiplano mexicano, Sócrates, el doctor Sócrates de balones, estrategias y almas de espectadores a la deriva, deberá pasar a la historia como ‘El tacón de Dios’. O, simplemente, ‘Tacón de Dios’.

A. CASTRO, El Heraldo 5/12/11




En un artículo publicado, el doctor Sócrates se preguntaba:

"¿Por qué causas más conmovedoras no mueven tanto como el fútbol: como los niños en la calle, los tsunamis, la miseria extrema en el corazón de Africa y en algunas otras esquinas, el genocidio y muchas otras?"

"Muchas veces", concluía, "pienso si podremos algún día dirigir este entusiasmo que gastamos en el fútbol hacia algo positivo para la humanidad, pues a fin de cuentas el fútbol y la tierra tienen algo en común: ambos son una bola. Y atrás de una bola vemos niños y adultos, blancos y negros, altos y bajos, flacos o gordos. Con la misma filosofía, todos a fantasear sobre su propia vida".