ABRAHAM; la orden.

Las tres religiones del libro (judaísmo, cristianismo, islam) aclaman y reconocen la grandeza de ABRAHAM (literalmente, en hebreo, padre de muchos pueblos). Abraham encarna al hombre de fe. Y no sin razón. Creyó a Dios cuando, siendo él de edad avanzada y su mujer estéril, le prometió una numerosa descendencia. Mantuvo su fe en El, contra toda esperanza, cuando los años pasaban y su ya anciana mujer no concebía el hijo prometido. Todos se daban cuenta de que, sencillamente, era esperar lo imposible.

Aquel viejo, cercano ya a la muerte, y sin descendencia, debió ser, con su absurda pretensión, el hazmerreír de familiares, siervos y conocidos, siempre confiado en que, contra toda evidencia, había de ser el padre de un gran pueblo.

Sin embargo nació Isaac, hijo tan confiada y largamente esperado, hijo amadísimo. El era la prueba viva de que su fe no había sido en vano, y en él se veían confundidos cuantos de Abraham se habían mofado. No había sido vana su esperanza.

Pero en medio de esa alegría, llega el momento terrible.

Aconteció después de estas cosas, que Dios probó a Abraham. Le dijo:
--Abraham.
Este respondió:
--Aquí estoy.
Y Dios le dijo:
--Toma ahora a tu hijo, tu único hijo, Isaac, a quien amas, vete a tierra de Moriah y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré.

Abraham se levantó muy de mañana, ensilló su asno, tomó consigo a dos de sus siervos y a Isaac, su hijo. Después cortó leña para el holocausto, se levantó y fue al lugar que Dios le había dicho.
Al tercer día alzó Abraham sus ojos y vio de lejos el lugar.
Entonces dijo Abraham a sus siervos:
--Esperad aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta allá, adoraremos y volveremos a vosotros.
Tomó Abraham la leña del holocausto y la puso sobre Isaac, su hijo; luego tomó en su mano el fuego y el cuchillo y se fueron los dos juntos.
Después dijo Isaac a Abraham, su padre:
--Padre mío.
Él respondió:
--Aquí estoy, hijo mío.
Isaac le dijo:
--Tenemos el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?
Abraham respondió:
--Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío.
E iban juntos.
Cuando llegaron al lugar que Dios le había dicho, edificó allí Abraham un altar, compuso la leña, ató a Isaac, su hijo, y lo puso en el altar sobre la leña.
Extendió luego Abraham su mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo.





La Biblia, Génesis







¿QUÉ DEBE HACER ABRAHAM?





Un filósofo danés, S. KIERKEGAARD,, del siglo XIX, reflexiona sobre la figura de Abraham:

‘Abraham habría de ser probado de nuevo. Había luchado contra el tiempo y había preservado su fe. Y ahora todo el espanto se acumula en un instante. Dios quiso aprobar a Abraham y le dijo: ve y toma a tu hijo unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve con él al país de Moriah y ofrécemelo allí en holocausto.
¡Así que todo había sido en vano, y más terrible que si nunca hubiera sucedido! ¿Así pues, el Señor se mofaba de Abraham? Prodigioso había sido que lo absurdo llegase a ser realidad, y he aquí que ahora quería aniquilar su obra. Pero esta vez Abraham no rió, como lo había hecho él y Sara cuando se les anunció la promesa del hijo. Todo había sido en vano. Setenta años de esperanza fiel y la breve alegría de la fe al ver cumplida la promesa. Pero ¿quién es ese que le exige consumar personalmente el acto? ¿quién es ese que deja sin consuelo a un hombre de cabeza cana? ¿es que no hay compasión para el venerable anciano ni para el inocente muchacho?. Y sin embargo, Abraham era el elegido de Dios y quien le imponía la prueba era el mismo Señor. …Y Abraham creyó y aceptó, no dudó y creyó en lo absurdo. (…) Muchos padres ha habido que perdieron a su hijo, pero fue la mano de Dios –la voluntad inamovible e insondable del Todopoderoso- la que se lo arrebató. Pero a Abraham no le ocurrió así: le estaba destinada una prueba más dura, y tanto la suerte de Isaac como el cuchillo estaban en su propia mano.
¡Y allí seguía aquel viejo, a solas con su única esperanza! Pero no dudó, no dirigió a derecha e izquierda miradas angustiosas, no provocó al cielo con sus súplicas. Sabía que el Todopoderoso lo estaba sometiendo a prueba; sabía que aquel sacrificio era el más difícil que se le podía pedir, pero también sabía que no hay sacrificio demasiado duro cuando es Dios quien lo exige y levantó el cuchillo.


S. KIERKEGAARD, Temor y temblor

Aunque ese mismo autor, en esa misma obra, escribe estas frases:

Si no existiera una conciencia eterna en el hombre, si como fundamento de todas las cosas se encontrase sólo una fuerza salvaje y desenfrenada que retorciéndose en oscuras pasiones generase todo, tanto lo grandioso como lo insignificante, si una abismo sin fondo, imposible de colmar, se ocultase detrás de todo, ¿qué otra cosa podría ser la existencia sino deseperación?




Y J. SARAMAGO, monumental e imprescindible autor contemporáneo, rescribe la escena de esta manera:

El señor le dijo a Abraham, llévate contigo a su único hijo, isaacs, a quien tanto quieres, vete a la región del moria, y me lo ofreces en sacrificio sobre uno de los montes. El lector ha leído bien, el señor ordenó a abraham que le sacrificase al propio hijo, con la mayor simplicidad, como quien pide un vaso de agua cuando se tiene sed, lo que significa que era costumbre suya y muy arraigada. Lo lógico, lo natural, lo simplemente humano hubiera sido que abraham mandara al señor a la mierda, pero no fue así.
(…) Imaginemos un diálogo entre el frustrado verdugo y la víctima salvada in extremis. Preguntó isaac, padre, qué mal te he hecho para que quisieras matarme, a mí que soy tu único hijo, Mal no me has hecho, isaac, Entonces por qué quisiste cortarme el cuello como si fuese un borrego, preguntó el chiquillo, …La idea fue del señor que quería la prueba, La prueba de qué, De mi fe, de mi obediencia, Y qué señor es ese que ordena a un padre que mate a su propio hijo, Es el señor que tenemos, el señor de nuestros antepasados, el señor que estaba aquí cuando nacimos, Y si ese señor tuviera un hijo, también lo mandaría matar, preguntó isaac, El futuro lo dirá, Entonces el señor es capaz de todo, de lo bueno y de lo malo y de lo peor,…


J. SARAMAGO, Caín