Dimitris Christulas










Las tempestades, quizás nadie pueda detenerlas, pero alguien tiene que avisar de ellas, prevenirnos de que llegan, alertar de la desolación que provocan, vigilarlas. Alguien tiene que permanecer despierto cuando todos están dormidos (de EL LIBRO DE VISITAS) .


Un hombre de 77 años se ha quitado la vida tras afirmar que se negaba a buscar comida en la basura

La desesperación ha llevado hoy a un jubilado de 77 años a suicidarse frente al Parlamento griego, en Atenas, tras afirmar que se negaba a buscar comida entre la basura. Solo unas horas después de su muerte, la gente ha colocado velas, flores y mensajes manuscritos contra la crisis en la céntrica plaza de Sintagma, donde el hombre se quitó la vida con una pistola.
Varios testigos han contado que el hombre se disparó en la cabeza después de gritar: "¡Tengo deudas, no puedo soportarlo más!". Un transeúnte ha declarado a la televisión griega que el pensionista dijo: "No quiero dejar mis deudas a mis hijos".


En una nota de suicidio hallada en un bolsillo de su abrigo, el hombre, un farmacéutico jubilado, culpa a los políticos y a los problemas económicos de su decisión de quitarse la vida, según la Policía.
"El gobierno de Tsolakoglou ha aniquilado toda esperanza para mi supervivencia, que estaba basada en una pensión muy digna que, yo solo, pagué durante 35 años sin ayuda del Estado. Y ya que mi avanzada edad no me permite un modo de responder activamente —aunque si un compañero griego fuera a coger un kalashnikov, yo estaría detrás de él—, no veo otra solución que darle este final digno a mi vida, ya que no me quiero ver buscando en los cubos de basura mis medios de subsitencia. Creo que esa juventud sin ningún futuro se levantará algún día en armas y colgarán a los traidores de este país en la plaza Syntagma, justo comohicieron los italianos con Mussolini en 1945", dice la nota hallada por la policía.

La alusión a Georgios Tsolakoglou establece un paralelismo entre la actual situación y la que se vivió bajo el mandato del primer presidente griego colaboracionista con el régimen nazi, durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial.


Indignación en Atenas
En una nota, el jubilado culpa a los políticos y la crisis de quitarse la vida
Decenas de personas han acudido a la plaza de Sintagma para rendir homenaje al hombre. Una nota colocada en un árbol dice "Basta ya", y en otra se lee la pregunta "¿Quién será la próxima víctima?".
Los indignados griegos, que han estado protestando en las calles contra las medidas de austeridad aprobadas en Grecia por la presión ejercida por la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional, que han ofrecido dos rescates económicos al Estado griego, han dicho que van a manifestarse esta tarde.


Humillación nacional
Uno de cada cinco griegos está desempleado y en la sociedad hay un sentimiento de humillación nacional que ha acompañado a los recortes en los salarios y las pensiones. El portavoz del Gobierno, Pantelis Kapsis, ha reconocido que el suicidio del hombre por la situación en la que se encontraba es "una tragedia humana".


"Cuando gente digna llega a esta situación, alguien tiene que responder por ello"
Costas Lourantos, presidente del sindicato de farmacéuticos de la región de Ática, donde se encuentra Atenas, ha señalado que recuerda que se reunió con el hombre hace varios años y le llamó la atención su dignidad.
"Cuando gente digna como él llega a esa situación, alguien tiene que responder por ello", ha opinado Lourantos, que considera que hay un "instigador moral de este crimen", y es "el Gobierno, que ha llevado a la gente a esa situación de desesperación".
Lourantos ha añadido que ha recibido una llamada anónima de una farmacéutica que le ha dicho que ella será la próxima que se suicide. "Estoy como loco tratando de descubrir quién era para poder evitarlo", ha explicado.
El Gobierno griego informó el año pasado de que el número de suicidios se había incrementado un 40 por ciento en los dos años anteriores.


La crisis dispara los suicidios
La tasa de suicidios en Grecia ha pasado, en solo tres años, de ser la más baja a la más alta de Europa a causa de la gravísima crisis económica que sufre el país y a los problemas de depresión y ansiedad que se derivan de ella, según informaron hace unos meses las autoridades sanitarias y los expertos psiquiátricos.
Antes de la crisis, Grecia presentaba la tasa más baja de suicidios del continente
Hace solo tres años, antes del inicio de la crisis financiera, Grecia presentaba la tasa más baja de suicidios del continente, con 2,8 casos por cada 100.000 habitantes. En la actualidad, la tasa de suicidios casi duplica la de entonces, a pesar de las fuertes prevenciones contra el suicidio de la Iglesia Ortodoxa, que prohíbe el enterramiento en campo santo a quienes se quiten la vida.
"Nunca se debe a un solo motivo, pero las personas que nos telefonean para avisarnos de que podrían quitarse la vida casi siempre citan como causa las deudas, la falta de trabajo y el miedo al despido", declaró al diario Eleni Beikari, una psiquiatra de la organización no gubernamental Klimaka, que mantiene una línea telefónica abierta las 24 horas para atender a posibles suicidas.

PÚBLICO.ES 4/4/2012




Dimitris Christulas, farmacéutico retirado de 77 años, llegó el miércoles en metro hasta la plaza Sintagma, frente al Parlamento griego. Eran las nueve de la mañana y el pensionista buscó el amparo de un árbol (la plaza hervía en hora punta), sacó una pistola de la chaqueta y se disparó un tiro en la sien. No quiero dejar deudas a mi hija”, fueron sus últimas palabras.

Con su suicidio, quiso enviar un mensaje político. Era un hombre muy comprometido, pero también muy indignado [por la situación de Grecia]”, dijo el jueves al diario Ta Nea la destinataria de esas palabras. Lejos de ser un acto a la desesperada —uno de tantos jubilados cada vez más privados de recursos, uno más de los cientos de suicidas desde que empezó la crisis—, la muerte de Christulas puede leerse también en clave política: llevaba en el bolsillo una nota incendiaria, en la que culpaba de su decisión a las autoridades (“el Gobierno de ocupación” de Lukas Papademos, un guiño a la de los nazis en los años cuarenta) y lamentaba no tener menos años, y más fuerzas, para empuñar un arma contra “los traidores a la nación”, contra
los “políticos y financieros”

Dado que tengo ya una edad que no me permite recurrir a la fuerza —y a fe que si un griego agarrara un Kaláshnikov, yo sería el segundo en hacerlo—, no encuentro otra solución que un final digno antes de empezar a rebuscar comida entre la basura”. Como acto de resistencia, Christulas animaba en la carta a “los jóvenes griegos sin futuro” a colgar en la misma plaza Sintagma, “como los italianos hicieron con Mussolini [en Milán] en 1945”, a los citados traidores.

La muerte de Christulas —separado, propietario de una farmacia que vendió a un colega en 1994 y afín al movimiento de los aganaktismeni (indignados)— ha puesto de relieve dos fenómenos cada vez más concatenados: la crisis económica y el incremento de las enfermedades mentales y los suicidios. En los primeros cinco meses de 2011, se suicidaron un 40% más de griegos que en el mismo periodo de 2010, según el Ministerio de Sanidad. Fuentes de la policía griega señalan que los casos documentados de suicidio —intentos incluidos— han sido 1.730 desde principios de 2009 hasta diciembre de 2011. Pero para el responsable de la ONG Klimaka, en declaraciones al diario Eleftheros Typos, el número simplemente se ha duplicado en el último año.

Los jubilados han visto reducidas sus pensiones un promedio del 15% desde que empezó la crisis, a comienzos de 2010; las superiores a 1.200 euros mensuales han sufrido una merma adicional del 20%. Con una pensión media de 550 euros, y un gasto en medicinas de 150 —el que se calcula puede verse obligado a desembolsar un pensionista con una enfermedad crónica, ahora que las subvenciones al gasto farmacéutico desaparecen—, la liquidez disponible para afrontar los gastos mínimos de manutención no alcanza: el litro de leche ronda los 1,5 euros; cuatro yogures, otro tanto; el IVA del gasóleo de calefacción se eleva ya al 18%, y la controvertida tasa inmobiliaria que aprobó el Gobierno en septiembre —otro recurso a la desesperada para hacer caja— encarece los recibos de la contribución (y deja sin luz en caso de impago).
Los jubilados son uno de los colectivos más afectados por la crisis. “Junto con los menores y los inmigrantes, son los beneficiarios naturales de nuestros programas de reparto de medicinas y alimentos”, explicaba recientemente a EL PAÍS un portavoz de la ONG Médicos del Mundo-Grecia, que, junto con otras organizaciones y la Iglesia ortodoxa, apenas si consigue paliar los embates más descarnados de la crisis. “Hemos constatado numerosos casos de desnutrición entre ellos, producto de restricciones en la dieta o, directamente, de ayunos forzosos por falta de comida y de dinero para comprarla. Los pensionistas son asimismo los principales usuarios de nuestras clínicas callejeras, a las que hace solo dos años recurrían únicamente colectivos marginales, como drogadictos o prostitutas”, concluía el portavoz.


Sus vecinos del barrio de Ambelokipi, zona residencial a unos pasos del centro, recuerdan a Dimitris Christulas como un hombre comprometido, en la órbita de la izquierda, que participaba en la asociación de vecinos, en el foro de los indignados y el movimiento Den Plirono (Yo no pago). Algunos aluden a hipotéticos problemas de salud como desencadenantes de la decisión; otros, a la suma de vejez, soledad y desesperanza. Horas antes de morir, Christulas pagó el alquiler del apartamento donde vivía, solo. Luego cogió el metro hasta Sintagma y se pegó un tiro, con una nota en el bolsillo animando a la lucha armada.


EL PAÍS, 5/4/2012



ALEGATO CONTRA LA CODICIA


Tras subir lentamente las escaleras,
arrastrado por la apretada multitud de pasajeros,
sale por la boca del metro de Syntagma,
justo delante del Parlamento, en el momento mismo
en que el reloj señala las nueve en punto.
A esta hora la muchedumbre llena la plaza,
y Dimitris Christulas, desconcertado
por el movimiento que observa a su alrededor,
busca refugio detrás de un árbol.
Enseguida saca el revólver
del bolsillo derecho de su americana
para dirigirlo a su sien.
Cuando su dedo índice roza el gatillo
se da cuenta de que su escondite no es perfecto.
Le observan, en efecto, una mujer empeñada
en arreglar una rueda del cochecito de su hijo;
y un vendedor ambulante de Senegal
que acaba de extender en la acera
una manta para los falsos bolsos de marcas caras;
y un muchacho montado en una bicicleta,
quien es el más cercano a Christulas
y el único que escucha sus palabras:
"no quiero dejar deudas a mi hija".
De inmediato se produce el silencio,
el silencio sobre Syntagma, sobre Atenas, sobre el mundo.


Al día siguiente, escandalizados, los noticieros
informan de la muerte de Dimitris Christulas.
Dan detalles: se había trasladado en el metro
desde su barrio de Ambelokipi hasta Syntagma.
Era un farmacéutico jubilado de 77 años,
y la tarde anterior le había pagado al casero
el importe del último alquiler de su piso.
En el bolsillo izquierdo de su americana
tenía, redactada cuidadosamente, una nota
con los motivos de su acción: era -según afirmaba-
demasiado viejo para empuñar un kalasnishkov y rebelarse,
como aconsejaba que hicieran los jóvenes,
y se negaba a buscar en la basura,
en contenedores y papeleras,
el alimento al que creía tener derecho
después de decenas de años de trabajo.
Los noticieros se extienden en estadísticas
sobre la difícil vida de los ancianos
y el terrible azote que cae sobre Grecia,
con la propagación de la epidemia de suicidios;
entretanto, muchos atenienses rodean el árbol
de la plaza Syntagma con flores y cirios.


Pero volvamos al silencio que se apodera del escenario
mientras Christulas percibe en la yema de su dedo
el extraño frío del gatillo. Ese silencio tenso,
abrumador, cargado de presagios,
más estruendoso que cualquier ruido.
Nadie puede escapar a ese silencio
porque está alojado en la boca del estómago,
en el hígado, en el pulmón, en la víscera más íntima.


Yo, os aseguro, no consigo arrancarlo de mí mismo
cuando veo a los Christulas
que no han tenido el arrojo de Christulas,
hurgar en los contenedores y papeleras de mi barrio,
la cara azorada, los ojos evasivos,
en ceremonias repetidas bajo el estigma de la deshonra.
Los nuevos mendigos, a diferencia de los antiguos,
-curtidos en la tarea, supervivientes de hierro-
se sumergen torpemente en la basura,
vacilantes, inexpertos, al borde del pánico,
como si estuvieran inmersos en una pesadilla
de la que ya no lograrán despertar.
Los hay a cientos por el centro de la ciudad,
con sus mejillas afeitadas, sus corbatas
y sus dignos trajes raídos, al principio.
Luego, a medida en que pasan los días,
desaparecen las corbatas, brotan las barbas
y los pantalones, ya sin raya, se exhiben sucios y arrugados.
El nuevo mendigo ya compite con el viejo mendigo
en el áspero dominio de la calle:
"un euro para comer, amigo";
"un euro para comer, hermano".
Algunos nada dicen mientras representan
en la obra el papel que nunca imaginaron.


Un anciano, en mi calle,
-un anciano de no menos de 90 años-,
vestido con un elegante abrigo negro,
con gesto digno deja el sombrero también negro
a sus pies, para las monedas,
y empieza a tocar con un oboe una pieza de Mozart.
Siempre es la misma,
una única pieza en su repertorio,
y la toca rematadamente mal;
y cuando alguien acerca la mano a su sombrero
para soltar una moneda, se sonroja
antes de saludar militarmente.
Otro, cerca de él, canta
-con mayor habilidad-
unas cuantas arias de ópera;
otro, ya enajenado,
hace ademán de bailar entre los turistas;
otro, quieto, muy quieto,
sentado en una sillita plegable
-de esas de pescador de caña-
mira con ojos despavoridos a la gente que pasa.


Y es difícil no sentir el silencio aniquilante
que rodea a la hermandad del asfalto,
el mismo silencio, el mismo
que se agolpa en la plaza Syntagma
cuando Dimitris Christulas
acerca la pistola a su cabeza.
Ese es asimismo el silencio
en el que se enroscan
las extrañas palabras del hombre
que tengo delante -un viejo, como todos,
aunque todos son viejos, ese tipo de hombres.
Busca también él algo en la papelera
y luego, de repente, señala con el dedo
a un edificio que está a su frente:
la sede de la Bolsa, neoclásica,
anodina, cerrada a cal y canto,
pues hoy es domingo, y las finanzas
también descansan en el Día del Señor.
Es un hombre encorvado, de aspecto tímido,
que me recuerda a mi padre
-a como era mi padre en sus últimos años,
bastante más bajo que en mi infancia.
Compro el periódico en el quiosco
situado frente a la Bolsa,
sin perder de vista el dedo que señala.
Hasta que veo que el dedo se hace puño
y el hombre amenaza al invisible adversario
que acecha detrás mío. Exclama:
"¡los codiciosos!, ¡los codiciosos!"
Lo dice con vehemencia pero sin gritar,
en voz muy baja, casi un murmullo,
como hacía también, airado, mi padre, en raras ocasiones.
"¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!".
Pasa junto a mi y se acerca
a la puerta acristalada de la Bolsa.
Algunos transeúntes se quedan observándolo
mientras sigue levantando el puño contra el edificio
y su imagen se agiganta en la distorsión del cristal.
Súbitamente el planeta deja de girar.


El sol del mediodía
clava en tierra los pasos y los gestos
-la ciudad, los paseantes, el puño amenazador-,
y otra vez estalla el silencio
que envuelve el último ademán de Christulas
allá en Syntagma, en el corazón de Atenas.
"¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!".
Detrás de la gran fachada de cristal
-como si fuera la gigantesca bola de un mago-
puedo contemplarlos claramente,
juntos, en el nervioso tropel de la compraventa,
y uno a uno, el depredador dispuesto
al asalto final sobre la presa.
"¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!".
En el espejo deformante
todos somos codiciosos o cómplices de la codicia,
pues, por cobardía o miedo,
renunciamos al deber de explicar que el hombre
era el único animal que se había preguntado
por lo que había tras la línea del horizonte,
y nos rendimos a lo más cruel y sangriento,
el único animal que atesora con avaricia
mucho más de lo que pueda necesitar en una vida,
y a costa de destruir la vida de los otros.
Todos somos codiciosos o cómplices de la codicia,
porque hemos permitido que un ser implacable,
nacido en la cloaca de la peor pasión,
se apoderara de la entera condición humana
y dictara sus brutales leyes al universo.
De modo que el codicioso,
bárbaro adorador del ídolo de oro,
avanza a cara descubierta, libre de toda atadura,
saqueador de la belleza, dueño del mundo.
Somos, pues, culpables.
Nuestro delito ha sido dejar
que el depredador que hay en nosotros
expulsara a todo lo noble y digno
que estábamos obligados a preservar
para seguir siendo considerados seres humanos.
Hemos dejado que se nos robaran
hasta las palabras, y ahora nuestro lenguaje
ya es el lenguaje del mercado, del beneficio,
del tráfico de almas,
sin ningún lugar para la compasión.
Nos hemos ofrecido en sacrificio
para ser carne de una rapiña sin límites
y nuestros restos yacen, esparcidos,
alrededor del altar.
Y falta ya muy poco
para que también la libertad
nos sea arrebatada
por el amor a la codicia,
que parece ya el único amor permitido.
O eso es lo que cree
ese hombre que amenaza sin ira a un edificio
-ese hombre que me recuerda a mi padre anciano-
mientras entona una acusación a los espectros:
"¡los codiciosos!, ¡los codiciosos!".


Y eso mismo es lo que cree
Dimitris Christulas, la mano apretada en la culata,
al observar la plaza Syntagma, centro de Atenas,
situada tan sólo a unos quilómetros
del corazón antiguo, la Acrópolis,
donde hace exactamente 2.454 años
se representó por primera vez Antígona,
y el hombre cantó a lo más elevado de sí mismo:
"Muchas cosas hay portentosas,
pero ninguna tan portentosa como el hombre"
proclama, en el teatro, el coro de ancianos.
Dimitris Christulas dispara.
Al caer se lleva consigo un retazo
del azulísimo cielo de Grecia.


R. ARGULLOL, 6/4/2012