Antes de lanzarme a las inmensas profundidades de la filosofía que yacen ante mí, me siento inclinado a detenerme por un momento en mi situación presente, y a sopesar el viaje emprendido, que requiere sin duda el máximo de arte y aplicación para ser llevado a feliz término. Me siento como alguien que, habiendo embarrancado en los escollos y escapado con grandes apuros del naufragio gracias a haber logrado atravesar un angosto y difícil paso, tiene sin embargo la temeridad de lanzarse al mar en la misma embarcación agrietada y batida por las olas, y lleva además tan lejos su ambición que piensa dar la vuelta al mundo bajo estas poco ventajosas circunstancias. Mi memoria de los errores y perplejidades pasadas me hace desconfiado para el futuro.
La mezquina condición, debilidad y desorden de las facultades que debo emplear en mis investigaciones aumentan mi aprensión. Y la imposibilidad de enmendar o corregir estas facultades me reduce casi a la desesperación, y me induce más a quedarme a morir en la estéril roca en que ahora me encuentro que a aventurarme por ese océano ilimitado que se pierde en la inmensidad. Esta repentina visión del peligro me llena de melancolía; y como a esta pasión le es habitual, por encima de todas las demás, gozarse en su propia desventura, no puedo dejar de alimentar mi desesperación con todas esas desesperadas reflexiones que el asunto presente me ofrece con tanta abundancia.
En primer lugar, me siento asustado y confundido por la desamparada soledad en que me encuentro con mi filosofía; me figuro ser algún extraño monstruo salvaje que, incapaz de mezclarse con los demás y unirse a la sociedad, ha sido expulsado de todo contacto con los hombres, y dejado en absoluto abandono y desconsuelo. De buena gana correría hacia la multitud en busca de refugio y calor, pero no puedo atreverme a mezclarme entre los hombres teniendo tanta deformidad.
Llamo a otros para que se me unan y nos hagamos compañía aparte de los demás, pero nadie me escucha. Todo el mundo permanece a distancia, temiendo la tormenta que cae sobre mí por todas partes. Me he expuesto a la enemistad de todos los metafísicos, lógicos, matemáticos y teólogos: ¿podría extrañarme entonces de los insultos que debo recibir? He dicho que desaprobaba sus sistemas: ¿deberé extrañarme entonces que ellos odien el mío y también a mi persona? Cuando miro a mi alrededor presiento por todas partes disputas, contradicciones, ira, calumnia y difamación. Cuando dirijo la vista a mi interior, no encuentro sino duda e ignorancia.
El mundo entero conspira para oponerse a mí y contradecirme, a pesar de que mi debilidad sea tan grande que sienta que todas mis opiniones se desvanecen y cae cuando no están sostenidas por la aprobación de los demás. Cada paso que doy lo hago dudando, y cada nueva reflexión me hace temer un error y un absurdo en mi razonamiento
En efecto, ¿con qué confianza puedo aventurarme a tan audaces empresas, cuando además de estas innúmeras debilidades que me son propias encuentro muchas otras comunes a la naturaleza humana? ¿Cómo puedo estar seguro de que al abandonar todas las opiniones establecidas estoy siguiendo la verdad, y con qué criterio la distinguiré aun si se diera el caso de que la fortuna me pusiera tras sus pasos? Después de haber realizado el más preciso y exacto de mis razonamientos, soy incapaz de dar razón alguna por la que debiera aprobar dicho razonamiento: lo único que siento es una intensa inclinación a considerar intensamente a los objetos desde la perspectiva en que se me muestran.
(…) El examen intenso de estas contradicciones e imperfecciones múltiples de la razón humana me ha excitado, y ha calentado mi cabeza de tal modo, que estoy dispuesto a rechazar toda creencia y razonamiento, y no puedo considerar ninguna opinión ni siquiera como más probable o verosímil que otra. ¿Dónde estoy, o qué soy? ¿A qué causas debo mi existencia y a qué condición retornaré? ¿Qué favores buscaré, y a qué furores debo temer? ¿Qué seres me rodean; sobre cuál tengo influencia, o cuál la tiene sobre mí? Todas estas preguntas me confunden, y comienzo a verme en la condición más deplorable que imaginarse pueda, privada absolutamente del uso de sus miembros y facultades.
Pero por fortuna sucede que, aunque la razón sea incapaz de disipar estas nubes, la naturaleza misma se basta para este propósito, y me cura de esa melancolía y de este delirio filosófico, bien relajando mi concentración mental o bien por medio de alguna distracción: una impresión vivaz de mis sentidos, por ejemplo, que me hace olvidar todas estas quimeras. Yo como, juego una partida de ajedrez, charlo y soy feliz con mis amigos; y cuando retorno a estas especulaciones después de tres o cuatro horas de esparcimiento, me parecen tan frías y ridículas que no me siento con ganas de profundizar más en ellas.
He aquí, pues, que me veo absoluta y necesariamente obligado a vivir, hablar y actuar como las demás personas en los quehaceres cotidianos. Pero, a pesar de mi inclinación natural y de que el curso de mis espíritus animales y mis pasiones me reduzcan a esta pasiva creencia en las máximas generales del mundo, sigo sintiendo tantos vestigios de mi anterior disposición que estoy dispuesto a tirar todos mis libros y papeles al fuego, y decidido a no renunciar nunca más a los placeres de la vida en nombre del razonamiento y la filosofía, pues así son mis sentimientos en este instante de humor sombrío que ahora me domina. Puedo aceptar, es más, debo aceptar la corriente de la naturaleza, y someter a ella mis sentidos y mi entendimiento. Y es en esta sumisión ciega donde muestro a la perfección mi disposición y mis principios escépticos.
D. HUME, Tratado de la naturaleza humana, libro 1, sección VII
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