DE NOBIS IPSIS SILEMUS
encabezamiento de la Crítica de la Razón pura.
encabezamiento de la Crítica de la Razón pura.
Y sin embargo…
DE SU VIDA…
Kant era de complexión enfermiza y de menos que mediana estatura. Su pecho estaba hundido, como puede verse en algunos de los retratos que de él se conservan.
En su pequeña cabeza sorprendían su frente ancha y arqueada y la penetrante mirada de sus ojos azules. Su cabello era rubio, fresco el color del rostro y todos sus sentidos finos y muy despiertos aun en los últimos años de su vida. Su voz era débil, pero capaz de grandes esfuerzos. El espíritu dominaba y gobernaba en absoluto este cuerpo enfermizo. En una pequeña obra, testimonio de su energía y de su tenacidad, nos habla de la manera como se sobreponía a su dolencia. La regularidad y la sencillez de su vida sostuvieron aquel organismo enfermizo y previnieron una grave enfermedad.
Los últimos decenios de su vida estuvieron dominados por una idea fija, a la cual lo subordinaba todo : la idea de su trabajo, de su creación filosófica. La facilidad con que, sin más elementos que unas "escuetas noticias", describía animadísimos cuadros de pueblos y países, demuestra la fecundidad y viveza de su imaginación, por lo menos, en la esfera de la Historia. Sus lecciones de Antropología y de Geografía física nos dan de ello elocuente testimonio. Las lecturas predilectas, que solazaban su espíritu en los ratos de descanso, eran las obras de Ciencias naturales, de Medicina y, especialmente, las descripciones de viajes. En el colegio describió en una ocasión con gran exactitud la arquitectura del puente de Westminster, y un oyente inglés le preguntó cuándo había estado en Londres, y si había hecho estudios especiales de arquitectura. De su fantasía se servía igualmente para animar sus pensamientos y elucubraciones filosóficas con acertadas comparaciones y vivas imágenes.
Su memoria era también sumamente vasta. Aun en sus últimos años recitaba largos pasajes de autores latinos y alemanes. A esta memoria, de acentuado carácter mecánico, se asociaba otra memoria lógica, sumamente vigorosa. En sus lecciones se servía, por precepto reglamentario, de textos como la Vernunftlehre, de Meier, y la "Metafísica" de Baumgarten. Los ejemplares que usaba estaban atiborrados de notas y correcciones, a las cuajes acomodaba sus lecciones. Sus juicios demostraban que dominaba el curso del pensamiento, y fácilmente sabía orientarse en la confusión, laberíntica a veces, de los detalles. Meditaba y repasaba mucho sus obras antes de darles la forma definitiva. Cuando reflexionaba sobre la solución de un problema, anotaba en hojas sueltas las ideas que se le ocurrían, y, después, las incorporaba en el lugar correspondiente. Este método de trabajo requería el auxilio de una memoria viva, fiel y amplia
(...)
En 1783 compró una casa, que habitó hasta su muerte y que desapareció el año 1893. Poco después habilitó un local, donde al mediodía solía ser diariamente visitado por algunos convidados, cinco a lo sumo. Los días se deslizaban desde entonces con la mayor regularidad: se levantaba a las cinco de la mañana, daba sus lecciones de siete a nueve o de ocho a diez y hasta la una hacía sus trabajos más serios. Gustaba pasar entretenido dos o tres horas de sobremesa. Después daba su paseo diario, con tal puntualidad, que servía a los vecinos para poner en hora sus relojes. A última hora se dedicaba a la meditación y a lecturas amenas. A las diez se acostaba. Le molestaban las interrupciones de esta distribución del tiempo, aunque fueran inevitables. Las vacaciones, que hubieran podido modificar este sencillo plan de vida, eran entonces muy cortas: no viajaba. Desde los tiempos en que se había dedicado a la enseñanza privada, jamás salió de los estrechos términos de su ciudad natal
O. KULPE, Kant
En 1755 regresa a la ciudad y da inicio a su carrera docente, obtiene el doctorado y la habilitación como docente libre. Desde ese momento, cuando Kant cuenta con 30 años, ejercerá ininterrumpidamente la enseñanza de la filosofía durante más de cuarenta años, pues impartió su última clase el 23 de julio de 1796, a los 72 años de edad. De hecho, Kant fue el primer gran filósofo de la era moderna que se dedicó profesionalmente a la enseñanza de la filosofía en la universidad. Antes de él, Descartes, Spinoza, Leibniz, Locke, Berkeley, Hume, no habían enseñado filosofía. Ni tampoco la enseñaron la gran mayoría de los filósofos importantes del siglo posterior a Kant, el siglo XIX, con la excepción de Hegel. Así, Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard, Marx, Stuart Mill, no fueron filósofos académicos. Durante este período como docente libre, Kant daba muchas horas de clase (parece que algún semestre llegó a impartir hasta veinticuatro o veintiséis horas semanales) y sobre los temas más variados: lógica, metafísica, ética, pedagogía, antropología, mecánica, geografía física, geometría y trigonometría, etc.
D.M. GRANJA, Kant: conciencia reflexiva y proceso humanizador
Tuve la fortuna de tener como profesor a un gran filósofo, a quien considero un verdadero maestro de la humanidad. Este hombre tenía en aquel entonces la animación propia de un muchacho, cualidad que según parece no desapareció en su madurez. Su amplia frente, hecha para pensar, era la cuna de un gozo y una amenidad inagotable; de sus labios brotaba un discurso pleno de inteligencia. Tenía siempre a su servicio las anécdotas, el humor y el ingenio, de modo que sus clases resultaban siempre tan educativas como entretenidas. En sus lecciones se examinaban las últimas obras de Rousseau con un entusiasmo sólo comparable con la acuciosidad aplicada al estudio de las doctrinas de Leibniz, Wolf, Baumgarten o Hume, por no mencionar la lucidez derrochada al explicar las leyes naturales concebidas por Kepler y Newton. Ningún descubrimiento era minimizado por él para explicar mejor el conocimiento de la naturaleza y el valor del ser humano. La historia de la humanidad, de los pueblos y de la naturaleza, las ciencias naturales, la matemática y la experiencia eran las fuentes con las que este filósofo animaba sus lecciones y su trato. Nada digno de ser conocido le era indiferente. Ninguna secta, ningún provecho personal y ninguna ambición ensombrecieron su celosa pasión por dilucidar y dar a conocer la verdad. Sus alumnos no recibían ninguna consigna más que la de pensar por cuenta propia; nada le fue más ajeno que el despotismo. Este hombre, cuyo nombre invoco con la mayor gratitud y el máximo respeto, no es otro que Immanuel Kant.
J. G. HERDER
... durante el último período de mi presencia, Kant empezó a hablar, como de costumbre, pero con voz muy baja y de manera incoherente, cayendo a veces en una especie de somnolencia cuando el estómago o la falta de sueño lo distraían. Deseaba la conversación, pero se molestaba cuando sus dos invitados se ponían a hablar entre sí. Estaba acostumbrado desde hacía mucho tiempo a ser el centro y el líder de la conversación. Ahora, débil y duro de oído, solía hablar él solo -normalmente sobre la calidad de la comida, sobre vagos recuerdos y opiniones acerca de su enfermedad-. Sus viejos amigos podían ayudarle a recordar viejos tiempos... y todavía recitaba algún que otro verso de su poema favorito... ...Después de media hora, Kant tenía que ser conducido a su habitación completamente exhausto. Sus invitados se retiraban con sentimientos de culpabilidad...
Ch. F. REUSCH
… Y DE SU MUERTE.
Llegamos ya al mes de febrero de 1804, que fue el último que Kant había de ver. (…) A partir del día 3, pareció que los resortes de la vida dejaron de funcionar, porque desde entonces ya no tomó más alimento. Su existencia dijérase prolongarse tan sólo gracias al ímpetu que le habían dado ochenta años de vida. El médico le visitó aquel día como de costumbre, y recuerdo un pequeño detalle que nos impresionó a los dos, como revelador de la inalterable cortesía y bondad de Kant. Al entrar el doctor, Kant se levantó y alargándole la mano pronunció unas frases en las repitió varias veces la palabra posts, pero en forma que parecía pedir auxilio para completar el concepto. El doctor, que creyó que divagaba y se refería a los relevos de postas, le contestó que todos los caballos estaban ocupados y que no se preocupara; pero Kant insistió haciendo grandes esfuerzos: muchos puestos... puestos pesados... mucha bondad... mucha gratitud, todo ello con incoherencia aparente, pero con mucho calor y dominio de sí mismo. Yo adiviné entonces lo que quería decir. Lo que el profesor desea expresaros, doctor, es que considerando los muchos puestos o cargos que desempeñáis en la ciudad y en la universidad, representa una gran bondad por vuestra parte dedicarle tanto tiempo (pues el doctor jamás quiso cobrarle) y os está en extremo agradecido. Eso es, exclamó Kant, eso es. Pero todavía continuaba de pie, aunque en actitud de desplomarse; por lo que le hice observar al médico que Kant no se sentaría, por mucho que padeciese, hasta que su visitante no tomara asiento. El doctor pareció dudar de ello, pero Kant, que lo oyó, haciendo un esfuerzo sobrehumano lo confirmó con estas palabras: No permita Dios que caiga tan bajo que me olvide de las obligaciones de la hospitalidad.
Cuando anunciaron la comida, el doctor se despidió. Había llegado el otro comensal, y yo confié, en vista de la animación que Kant había mostrado poco hacía, que pasaríamos un rato agradable, pero me equivoqué. Kant estaba agotado, más que de costumbre, y aunque se llevaba la cuchara a la boca, no tragaba nada. Hacía algún tiempo que no le encontraba gusto a ningún manjar, y yo probé aunque sin éxito, a estimular su apetito con nuez moscada, canela y otros condimentos. Aquel día todo falló y ni siquiera quiso probar un bizcocho. (…) El sábado, día 4, oí que sus huéspedes expresaban el temor de no verle más.Sin embargo, el día 5 comí en su mesa, junto con su particular amigo R. R. V. Kant estaba presente, pero tan débil que la cabeza le caía sobre las rodillas y él se doblaba sobre el lado derecho del sillón. Le arreglé los almohadones, para levantarle y sostenerle la cabeza, y luego le dije: Ahora, mi querido señor, ya estáis en orden. Grande fue nuestro asombro al oírle contestar en voz clara y audible, la frase militar latina: Sí, testudine, et facie, y en seguida añadió: Listo para el enemigo, y con el equipo de batalla. Las facultades de su inteligencia se consumían bajo sus propias cenizas; pero de vez en cuando, salía una llamarada, como para indicar que el rescoldo no se había apagado.
El lunes, día 6, estuvo mucho más débil y aletargado. No pronunció palabra, excepto su respuesta a la pregunta que le hice sobre los moros, según he referido antes; y estuvo sentado con la mirada perdida, encerrado en sí mismo, y sin acusar nuestra presencia. Daba la impresión de un fantasma de siglos pasados sentado junto a nosotros.
Por este tiempo, Kant se había vuelto mucho más tranquilo y sereno. En los comienzos de su enfermedad, cuando su fortaleza entraba en conflicto con los primeros embastes del mal, era propenso a la displicencia y a veces trataba ásperamente y aun duramente a sus servidores. Esto, aunque lo más opuesto a su disposición natural, era excusable por las circunstancias. No podía darse a entender; le traían continuamente cosas que no había pedido; y en cambio no lograba que le trajesen lo que necesitaba, porque todos sus esfuerzos para expresarlo eran ininteligibles. Aquejábale, además, una fuerte irritación nerviosa, debido al desequilibrio de las distintas funciones de su naturaleza; pues la debilidad de un órgano se le hacía más evidente con la fuerza desproporcionada de otros. Pero, al fin, la lucha había terminado; todo el sistema estaba por completo minado y sometido a un proceso disolutivo tan rápido como proporcionado. En adelante, no se le escapó ni un movimiento de impaciencia, ni una expresión de mal humor.
Yo le visitaba entonces tres veces al día. El martes, día 7, al presentarme a la hora de la comida, encontré al grupo usual de amigos sentados solos, Kant estaba en cama. Esto era una cosa fuera de lo corriente, y con ello aumentaron mis temores de que se acercaba el fin. Sin embargo, no quise exponerme a dejarle sin compañía, y al día siguiente a la misma ahora me presenté, le saludé alegremente y ordené que sirvieran la comida. Kant se sentó con nosotros a la mesa; y cogiendo la cuchara, se la llevó a los labios, pero inmediatamente la soltó, y se retiró a la cama, de la que ya no se levantó más.
El jueves, día 9, le encontré sumido en la debilidad del moribundo, y el aspecto cadavérico (la facies Hippocratica) se había apoderado de él. Acudí repetidas veces durante el día, y al presentarme por última vez a las diez de la noche le hallé completamente insensible. No logré de él ningún signo de reconocimiento y le dejé al cuidado de su hermana y su criado.
El viernes, día 10, fui a verle a las seis de la mañana. Hacía un tiempo tempestuoso, y durante la noche había nevado en abundancia. Y recuerdo, de paso, que una partida de ladrones se había introducido en casa de un vecino de Kant, que era un orfebre. Al acercarme a la cama, le di los buenos días, y él contestó, pero con voz tan débil que apenas articuló las palabras. Yo me alegré de encontrarle con sensibilidad, y le pregunté si me reconocía. Sí, contestó, y alargando la mano me tocó amistosamente en la mejilla. Pero, durante el resto del día, siempre que lo visité, le encontré nuevamente sumido en su estado de insensibilidad.El sábado, día 11, le hallé con la mirada fría y vidriosa; mas, al parecer perfectamente tranquilo. Le pregunté otra vez si me reconocía. No podía hablar, pero volvió el rostro hacía mí, y me hizo signo de que le besara. Una profunda emoción se apoderó de mí y me incliné sobre sus pálidos labios; pues comprendí que con acto solemne de ternura quería expresar su satisfacción por nuestra larga amistad, y darme el último adiós. Jamás le había visto otorgar esta prueba de afecto a nadie, salvo una vez, pocas semanas antes de su muerte, en que atrajo a sí a su hermana y la besó. El beso que me dio fue su última prueba de reconocimiento.(…)
Quise permanecer con él hasta que todo hubiese terminado, y así como había sido uno de los más íntimos testigos de su vida, serlo también de su marcha. Por consiguiente, no lo dejé ya, salvo en los breves minutos que tuve que salir para algún asunto privado. Pasé la noche junto a su cama. Aunque había pasado el día en un estado de insensibilidad incompleta, sin embargo, al atardecer dio a entender que deseaba que le arreglasen la cama. Por consiguiente, le cogimos en brazos, y rápidamente se arreglaron las sábanas y las almohadas. No durmió, y la cucharada de líquido que de vez en cuando se le ponía en los labios, era generalmente rechazada. Sin embargo, a la una de la madrugada hizo un movimiento hacía la cuchara, por lo que supuse que tenía sed y le di una pequeña porción de vino y agua azucarada; pero los músculos de la boca no tenían fuerza para retenerla, de modo que para prevenir que se derramara se llevó la mano a los labios, hasta que se oyó que tragaba. Pareció que deseaba más, y seguí dándole, hasta que dijo con voz apenas perceptible: Basta ya. Esto fue lo último que dijo: ¡Basta ya! ¡Grandes y simbólicas palabras! A intervalos rechazaba las sábanas y se descubría; yo no hacía más que volverlo a cubrir, y una de estas veces observé que el cuerpo y las extremidades se enfriaban y que el pulso era intermitente.A las tres y cuarto del domingo, día 12 de febrero de 1804, Kant se estiró como para tomar posición para el acto final y adoptó la que había de conservar hasta el momento de su muerte. El pulso ya no se le notaba ni en las manos, ni en los pies, ni en el cuello. Busqué en todas partes en donde late, pero sólo hallé la cadera izquierda, en donde seguía latiendo con violencia, aunque intermitente.
Hacia las diez de la mañana experimentó un cambio notable; los ojos estaban fijos, y el rostro y los labios adquirieron una palidez mortal. Sin embargo, era tal la intensidad de sus hábitos constitucionales, que no apareció rastro del sudor frío que suele acompañar la agonía.
Eran casi las once y el momento fatal se acercaba. Su hermana estaba sentada a los pies de la cama, y el hijo de ésta a la cabecera. Yo, para observar las fluctuaciones del pulso, me arrodillé junto al lecho; y llamé al criado para que presenciase el tránsito del bueno de su amo. La última agonía se acercaba a su fin, si puede llamarse agonía una muerte sin lucha. En aquel preciso momento, su distinguido amigo el señor R. R. V., a quien yo había mandado aviso, entró en la habitación. Primero se debilitó la respiración; luego se volvió intermitente y el labio superior ligeramente convulsivo; después siguió una débil respiración o suspiro, y luego, nada más. El pulso siguió latiendo unos segundos, más lento y débil, más lento y débil, hasta que cesó por completo. El mecanismo se había parado: en aquel preciso momento el reloj dio las once.
Poco después de muerto Kant le afeitaron la cabeza, y bajo la dirección del profesor Knorr se tomó una mascarilla, pero no simplemente del rostro, sino un molde de toda la cabeza, destinado, según creo, a enriquecer la colección craneológica del doctor Gall.
Una vez debidamente vestido el cadáver, una multitud de personas de toda condición social, desde la más elevada hasta la más humilde, acudieron a verle. Todos estaban ansiosos de aprovechar la última oportunidad que se les ofrecía de poder decir "que habían visto a Kant". Esto duró varios días, durante los cuales, desde la mañana a la noche, la casa estaba repleta de gente. Grande fue el asombro de todos al considerar la extrema delgadez de Kant, y se convino universalmente en que jamás se había visto un cadáver más consumido y macilento. Su cabeza descansaba sobre el almohadón en que una vez los caballeros de la Universidad le presentaron un mensaje; y yo pensé que no se le podía dar mejor destino que el de colocarlo en el sarcófago como el apoyo postrero de aquella cabeza inmortal.
Acerca de los extremos de sus funerales, Kant había expresado su voluntad años atrás en un memorándum especial. En él manifestaba el deseo de que el entierro se verificase en las primeras horas de la mañana, con la menor ostentación posible, y seguido solamente por un grupo de los más íntimos amigos. Habiendo encontrado esa nota mientras arreglaba sus papeles, le dije con franqueza que aquella imposición me ocasionaría sin duda, en mi calidad de ejecutor testamentario, muchos disgustos; pues podían sobrevenir circunstancias en las cuales no habría forma posible de cumplimentarla, Al oír estas razones, Kant rompió el papel, y lo dejó todo a mi discreción. El caso es que preví que los estudiantes de la Universidad no consentirían jamás en que se les escapara aquella ocasión de expresar en un acto público la veneración que por el maestro sentían. Los hechos demostraron que yo estaba en lo cierto; pues unos funerales como los de Kant, tan solemnes y magníficos, jamás los había presenciado la ciudad de Königsberg. Los periódicos, diversos folletos, etc., han dado de todo ello una relación tan detallada, que me limitaré a lo más saliente.
El día 28 de febrero, a las dos de la tarde, todos los dignatarios de la Iglesia y del Estado, no sólo los residentes de Königsberg, sino los venidos de los lugares más remotos de Prusia, se reunieron en la iglesia del Castillo. De allí, acompañados por todo el cuerpo universitario y por numerosos militares de graduación, que siempre fueron grandes amigos de Kant, llegaron a la casa del profesor difunto. Entonces el cadáver, con acompañamiento de antorchas, fue conducido, entre repique general de campanas, a la catedral, que estaba deslumbrante de luces. Seguía a pie una comitiva interminable. En la catedral, después de las ceremonias usuales, acompañadas de la máxima expresión de la veneración nacional, se celebró un solemne oficio cantado de difuntos, admirablemente ejecutado. Finalmente, los restos mortales de Kant fueron descendidos a la bóveda académica, en donde descansan ahora entre los restos de los patriarcas de la Universidad. ¡Paz a sus cenizas y honor eterno a su memoria!
T. de QUINCEY, La muerte De Kant
DE SU VIDA…
Kant era de complexión enfermiza y de menos que mediana estatura. Su pecho estaba hundido, como puede verse en algunos de los retratos que de él se conservan.
En su pequeña cabeza sorprendían su frente ancha y arqueada y la penetrante mirada de sus ojos azules. Su cabello era rubio, fresco el color del rostro y todos sus sentidos finos y muy despiertos aun en los últimos años de su vida. Su voz era débil, pero capaz de grandes esfuerzos. El espíritu dominaba y gobernaba en absoluto este cuerpo enfermizo. En una pequeña obra, testimonio de su energía y de su tenacidad, nos habla de la manera como se sobreponía a su dolencia. La regularidad y la sencillez de su vida sostuvieron aquel organismo enfermizo y previnieron una grave enfermedad.
Los últimos decenios de su vida estuvieron dominados por una idea fija, a la cual lo subordinaba todo : la idea de su trabajo, de su creación filosófica. La facilidad con que, sin más elementos que unas "escuetas noticias", describía animadísimos cuadros de pueblos y países, demuestra la fecundidad y viveza de su imaginación, por lo menos, en la esfera de la Historia. Sus lecciones de Antropología y de Geografía física nos dan de ello elocuente testimonio. Las lecturas predilectas, que solazaban su espíritu en los ratos de descanso, eran las obras de Ciencias naturales, de Medicina y, especialmente, las descripciones de viajes. En el colegio describió en una ocasión con gran exactitud la arquitectura del puente de Westminster, y un oyente inglés le preguntó cuándo había estado en Londres, y si había hecho estudios especiales de arquitectura. De su fantasía se servía igualmente para animar sus pensamientos y elucubraciones filosóficas con acertadas comparaciones y vivas imágenes.
Su memoria era también sumamente vasta. Aun en sus últimos años recitaba largos pasajes de autores latinos y alemanes. A esta memoria, de acentuado carácter mecánico, se asociaba otra memoria lógica, sumamente vigorosa. En sus lecciones se servía, por precepto reglamentario, de textos como la Vernunftlehre, de Meier, y la "Metafísica" de Baumgarten. Los ejemplares que usaba estaban atiborrados de notas y correcciones, a las cuajes acomodaba sus lecciones. Sus juicios demostraban que dominaba el curso del pensamiento, y fácilmente sabía orientarse en la confusión, laberíntica a veces, de los detalles. Meditaba y repasaba mucho sus obras antes de darles la forma definitiva. Cuando reflexionaba sobre la solución de un problema, anotaba en hojas sueltas las ideas que se le ocurrían, y, después, las incorporaba en el lugar correspondiente. Este método de trabajo requería el auxilio de una memoria viva, fiel y amplia
(...)
En 1783 compró una casa, que habitó hasta su muerte y que desapareció el año 1893. Poco después habilitó un local, donde al mediodía solía ser diariamente visitado por algunos convidados, cinco a lo sumo. Los días se deslizaban desde entonces con la mayor regularidad: se levantaba a las cinco de la mañana, daba sus lecciones de siete a nueve o de ocho a diez y hasta la una hacía sus trabajos más serios. Gustaba pasar entretenido dos o tres horas de sobremesa. Después daba su paseo diario, con tal puntualidad, que servía a los vecinos para poner en hora sus relojes. A última hora se dedicaba a la meditación y a lecturas amenas. A las diez se acostaba. Le molestaban las interrupciones de esta distribución del tiempo, aunque fueran inevitables. Las vacaciones, que hubieran podido modificar este sencillo plan de vida, eran entonces muy cortas: no viajaba. Desde los tiempos en que se había dedicado a la enseñanza privada, jamás salió de los estrechos términos de su ciudad natal
O. KULPE, Kant
En 1755 regresa a la ciudad y da inicio a su carrera docente, obtiene el doctorado y la habilitación como docente libre. Desde ese momento, cuando Kant cuenta con 30 años, ejercerá ininterrumpidamente la enseñanza de la filosofía durante más de cuarenta años, pues impartió su última clase el 23 de julio de 1796, a los 72 años de edad. De hecho, Kant fue el primer gran filósofo de la era moderna que se dedicó profesionalmente a la enseñanza de la filosofía en la universidad. Antes de él, Descartes, Spinoza, Leibniz, Locke, Berkeley, Hume, no habían enseñado filosofía. Ni tampoco la enseñaron la gran mayoría de los filósofos importantes del siglo posterior a Kant, el siglo XIX, con la excepción de Hegel. Así, Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard, Marx, Stuart Mill, no fueron filósofos académicos. Durante este período como docente libre, Kant daba muchas horas de clase (parece que algún semestre llegó a impartir hasta veinticuatro o veintiséis horas semanales) y sobre los temas más variados: lógica, metafísica, ética, pedagogía, antropología, mecánica, geografía física, geometría y trigonometría, etc.
D.M. GRANJA, Kant: conciencia reflexiva y proceso humanizador
Tuve la fortuna de tener como profesor a un gran filósofo, a quien considero un verdadero maestro de la humanidad. Este hombre tenía en aquel entonces la animación propia de un muchacho, cualidad que según parece no desapareció en su madurez. Su amplia frente, hecha para pensar, era la cuna de un gozo y una amenidad inagotable; de sus labios brotaba un discurso pleno de inteligencia. Tenía siempre a su servicio las anécdotas, el humor y el ingenio, de modo que sus clases resultaban siempre tan educativas como entretenidas. En sus lecciones se examinaban las últimas obras de Rousseau con un entusiasmo sólo comparable con la acuciosidad aplicada al estudio de las doctrinas de Leibniz, Wolf, Baumgarten o Hume, por no mencionar la lucidez derrochada al explicar las leyes naturales concebidas por Kepler y Newton. Ningún descubrimiento era minimizado por él para explicar mejor el conocimiento de la naturaleza y el valor del ser humano. La historia de la humanidad, de los pueblos y de la naturaleza, las ciencias naturales, la matemática y la experiencia eran las fuentes con las que este filósofo animaba sus lecciones y su trato. Nada digno de ser conocido le era indiferente. Ninguna secta, ningún provecho personal y ninguna ambición ensombrecieron su celosa pasión por dilucidar y dar a conocer la verdad. Sus alumnos no recibían ninguna consigna más que la de pensar por cuenta propia; nada le fue más ajeno que el despotismo. Este hombre, cuyo nombre invoco con la mayor gratitud y el máximo respeto, no es otro que Immanuel Kant.
J. G. HERDER
... durante el último período de mi presencia, Kant empezó a hablar, como de costumbre, pero con voz muy baja y de manera incoherente, cayendo a veces en una especie de somnolencia cuando el estómago o la falta de sueño lo distraían. Deseaba la conversación, pero se molestaba cuando sus dos invitados se ponían a hablar entre sí. Estaba acostumbrado desde hacía mucho tiempo a ser el centro y el líder de la conversación. Ahora, débil y duro de oído, solía hablar él solo -normalmente sobre la calidad de la comida, sobre vagos recuerdos y opiniones acerca de su enfermedad-. Sus viejos amigos podían ayudarle a recordar viejos tiempos... y todavía recitaba algún que otro verso de su poema favorito... ...Después de media hora, Kant tenía que ser conducido a su habitación completamente exhausto. Sus invitados se retiraban con sentimientos de culpabilidad...
Ch. F. REUSCH
… Y DE SU MUERTE.
Llegamos ya al mes de febrero de 1804, que fue el último que Kant había de ver. (…) A partir del día 3, pareció que los resortes de la vida dejaron de funcionar, porque desde entonces ya no tomó más alimento. Su existencia dijérase prolongarse tan sólo gracias al ímpetu que le habían dado ochenta años de vida. El médico le visitó aquel día como de costumbre, y recuerdo un pequeño detalle que nos impresionó a los dos, como revelador de la inalterable cortesía y bondad de Kant. Al entrar el doctor, Kant se levantó y alargándole la mano pronunció unas frases en las repitió varias veces la palabra posts, pero en forma que parecía pedir auxilio para completar el concepto. El doctor, que creyó que divagaba y se refería a los relevos de postas, le contestó que todos los caballos estaban ocupados y que no se preocupara; pero Kant insistió haciendo grandes esfuerzos: muchos puestos... puestos pesados... mucha bondad... mucha gratitud, todo ello con incoherencia aparente, pero con mucho calor y dominio de sí mismo. Yo adiviné entonces lo que quería decir. Lo que el profesor desea expresaros, doctor, es que considerando los muchos puestos o cargos que desempeñáis en la ciudad y en la universidad, representa una gran bondad por vuestra parte dedicarle tanto tiempo (pues el doctor jamás quiso cobrarle) y os está en extremo agradecido. Eso es, exclamó Kant, eso es. Pero todavía continuaba de pie, aunque en actitud de desplomarse; por lo que le hice observar al médico que Kant no se sentaría, por mucho que padeciese, hasta que su visitante no tomara asiento. El doctor pareció dudar de ello, pero Kant, que lo oyó, haciendo un esfuerzo sobrehumano lo confirmó con estas palabras: No permita Dios que caiga tan bajo que me olvide de las obligaciones de la hospitalidad.
Cuando anunciaron la comida, el doctor se despidió. Había llegado el otro comensal, y yo confié, en vista de la animación que Kant había mostrado poco hacía, que pasaríamos un rato agradable, pero me equivoqué. Kant estaba agotado, más que de costumbre, y aunque se llevaba la cuchara a la boca, no tragaba nada. Hacía algún tiempo que no le encontraba gusto a ningún manjar, y yo probé aunque sin éxito, a estimular su apetito con nuez moscada, canela y otros condimentos. Aquel día todo falló y ni siquiera quiso probar un bizcocho. (…) El sábado, día 4, oí que sus huéspedes expresaban el temor de no verle más.Sin embargo, el día 5 comí en su mesa, junto con su particular amigo R. R. V. Kant estaba presente, pero tan débil que la cabeza le caía sobre las rodillas y él se doblaba sobre el lado derecho del sillón. Le arreglé los almohadones, para levantarle y sostenerle la cabeza, y luego le dije: Ahora, mi querido señor, ya estáis en orden. Grande fue nuestro asombro al oírle contestar en voz clara y audible, la frase militar latina: Sí, testudine, et facie, y en seguida añadió: Listo para el enemigo, y con el equipo de batalla. Las facultades de su inteligencia se consumían bajo sus propias cenizas; pero de vez en cuando, salía una llamarada, como para indicar que el rescoldo no se había apagado.
El lunes, día 6, estuvo mucho más débil y aletargado. No pronunció palabra, excepto su respuesta a la pregunta que le hice sobre los moros, según he referido antes; y estuvo sentado con la mirada perdida, encerrado en sí mismo, y sin acusar nuestra presencia. Daba la impresión de un fantasma de siglos pasados sentado junto a nosotros.
Por este tiempo, Kant se había vuelto mucho más tranquilo y sereno. En los comienzos de su enfermedad, cuando su fortaleza entraba en conflicto con los primeros embastes del mal, era propenso a la displicencia y a veces trataba ásperamente y aun duramente a sus servidores. Esto, aunque lo más opuesto a su disposición natural, era excusable por las circunstancias. No podía darse a entender; le traían continuamente cosas que no había pedido; y en cambio no lograba que le trajesen lo que necesitaba, porque todos sus esfuerzos para expresarlo eran ininteligibles. Aquejábale, además, una fuerte irritación nerviosa, debido al desequilibrio de las distintas funciones de su naturaleza; pues la debilidad de un órgano se le hacía más evidente con la fuerza desproporcionada de otros. Pero, al fin, la lucha había terminado; todo el sistema estaba por completo minado y sometido a un proceso disolutivo tan rápido como proporcionado. En adelante, no se le escapó ni un movimiento de impaciencia, ni una expresión de mal humor.
Yo le visitaba entonces tres veces al día. El martes, día 7, al presentarme a la hora de la comida, encontré al grupo usual de amigos sentados solos, Kant estaba en cama. Esto era una cosa fuera de lo corriente, y con ello aumentaron mis temores de que se acercaba el fin. Sin embargo, no quise exponerme a dejarle sin compañía, y al día siguiente a la misma ahora me presenté, le saludé alegremente y ordené que sirvieran la comida. Kant se sentó con nosotros a la mesa; y cogiendo la cuchara, se la llevó a los labios, pero inmediatamente la soltó, y se retiró a la cama, de la que ya no se levantó más.
El jueves, día 9, le encontré sumido en la debilidad del moribundo, y el aspecto cadavérico (la facies Hippocratica) se había apoderado de él. Acudí repetidas veces durante el día, y al presentarme por última vez a las diez de la noche le hallé completamente insensible. No logré de él ningún signo de reconocimiento y le dejé al cuidado de su hermana y su criado.
El viernes, día 10, fui a verle a las seis de la mañana. Hacía un tiempo tempestuoso, y durante la noche había nevado en abundancia. Y recuerdo, de paso, que una partida de ladrones se había introducido en casa de un vecino de Kant, que era un orfebre. Al acercarme a la cama, le di los buenos días, y él contestó, pero con voz tan débil que apenas articuló las palabras. Yo me alegré de encontrarle con sensibilidad, y le pregunté si me reconocía. Sí, contestó, y alargando la mano me tocó amistosamente en la mejilla. Pero, durante el resto del día, siempre que lo visité, le encontré nuevamente sumido en su estado de insensibilidad.El sábado, día 11, le hallé con la mirada fría y vidriosa; mas, al parecer perfectamente tranquilo. Le pregunté otra vez si me reconocía. No podía hablar, pero volvió el rostro hacía mí, y me hizo signo de que le besara. Una profunda emoción se apoderó de mí y me incliné sobre sus pálidos labios; pues comprendí que con acto solemne de ternura quería expresar su satisfacción por nuestra larga amistad, y darme el último adiós. Jamás le había visto otorgar esta prueba de afecto a nadie, salvo una vez, pocas semanas antes de su muerte, en que atrajo a sí a su hermana y la besó. El beso que me dio fue su última prueba de reconocimiento.(…)
Quise permanecer con él hasta que todo hubiese terminado, y así como había sido uno de los más íntimos testigos de su vida, serlo también de su marcha. Por consiguiente, no lo dejé ya, salvo en los breves minutos que tuve que salir para algún asunto privado. Pasé la noche junto a su cama. Aunque había pasado el día en un estado de insensibilidad incompleta, sin embargo, al atardecer dio a entender que deseaba que le arreglasen la cama. Por consiguiente, le cogimos en brazos, y rápidamente se arreglaron las sábanas y las almohadas. No durmió, y la cucharada de líquido que de vez en cuando se le ponía en los labios, era generalmente rechazada. Sin embargo, a la una de la madrugada hizo un movimiento hacía la cuchara, por lo que supuse que tenía sed y le di una pequeña porción de vino y agua azucarada; pero los músculos de la boca no tenían fuerza para retenerla, de modo que para prevenir que se derramara se llevó la mano a los labios, hasta que se oyó que tragaba. Pareció que deseaba más, y seguí dándole, hasta que dijo con voz apenas perceptible: Basta ya. Esto fue lo último que dijo: ¡Basta ya! ¡Grandes y simbólicas palabras! A intervalos rechazaba las sábanas y se descubría; yo no hacía más que volverlo a cubrir, y una de estas veces observé que el cuerpo y las extremidades se enfriaban y que el pulso era intermitente.A las tres y cuarto del domingo, día 12 de febrero de 1804, Kant se estiró como para tomar posición para el acto final y adoptó la que había de conservar hasta el momento de su muerte. El pulso ya no se le notaba ni en las manos, ni en los pies, ni en el cuello. Busqué en todas partes en donde late, pero sólo hallé la cadera izquierda, en donde seguía latiendo con violencia, aunque intermitente.
Hacia las diez de la mañana experimentó un cambio notable; los ojos estaban fijos, y el rostro y los labios adquirieron una palidez mortal. Sin embargo, era tal la intensidad de sus hábitos constitucionales, que no apareció rastro del sudor frío que suele acompañar la agonía.
Eran casi las once y el momento fatal se acercaba. Su hermana estaba sentada a los pies de la cama, y el hijo de ésta a la cabecera. Yo, para observar las fluctuaciones del pulso, me arrodillé junto al lecho; y llamé al criado para que presenciase el tránsito del bueno de su amo. La última agonía se acercaba a su fin, si puede llamarse agonía una muerte sin lucha. En aquel preciso momento, su distinguido amigo el señor R. R. V., a quien yo había mandado aviso, entró en la habitación. Primero se debilitó la respiración; luego se volvió intermitente y el labio superior ligeramente convulsivo; después siguió una débil respiración o suspiro, y luego, nada más. El pulso siguió latiendo unos segundos, más lento y débil, más lento y débil, hasta que cesó por completo. El mecanismo se había parado: en aquel preciso momento el reloj dio las once.
Poco después de muerto Kant le afeitaron la cabeza, y bajo la dirección del profesor Knorr se tomó una mascarilla, pero no simplemente del rostro, sino un molde de toda la cabeza, destinado, según creo, a enriquecer la colección craneológica del doctor Gall.
Una vez debidamente vestido el cadáver, una multitud de personas de toda condición social, desde la más elevada hasta la más humilde, acudieron a verle. Todos estaban ansiosos de aprovechar la última oportunidad que se les ofrecía de poder decir "que habían visto a Kant". Esto duró varios días, durante los cuales, desde la mañana a la noche, la casa estaba repleta de gente. Grande fue el asombro de todos al considerar la extrema delgadez de Kant, y se convino universalmente en que jamás se había visto un cadáver más consumido y macilento. Su cabeza descansaba sobre el almohadón en que una vez los caballeros de la Universidad le presentaron un mensaje; y yo pensé que no se le podía dar mejor destino que el de colocarlo en el sarcófago como el apoyo postrero de aquella cabeza inmortal.
Acerca de los extremos de sus funerales, Kant había expresado su voluntad años atrás en un memorándum especial. En él manifestaba el deseo de que el entierro se verificase en las primeras horas de la mañana, con la menor ostentación posible, y seguido solamente por un grupo de los más íntimos amigos. Habiendo encontrado esa nota mientras arreglaba sus papeles, le dije con franqueza que aquella imposición me ocasionaría sin duda, en mi calidad de ejecutor testamentario, muchos disgustos; pues podían sobrevenir circunstancias en las cuales no habría forma posible de cumplimentarla, Al oír estas razones, Kant rompió el papel, y lo dejó todo a mi discreción. El caso es que preví que los estudiantes de la Universidad no consentirían jamás en que se les escapara aquella ocasión de expresar en un acto público la veneración que por el maestro sentían. Los hechos demostraron que yo estaba en lo cierto; pues unos funerales como los de Kant, tan solemnes y magníficos, jamás los había presenciado la ciudad de Königsberg. Los periódicos, diversos folletos, etc., han dado de todo ello una relación tan detallada, que me limitaré a lo más saliente.
El día 28 de febrero, a las dos de la tarde, todos los dignatarios de la Iglesia y del Estado, no sólo los residentes de Königsberg, sino los venidos de los lugares más remotos de Prusia, se reunieron en la iglesia del Castillo. De allí, acompañados por todo el cuerpo universitario y por numerosos militares de graduación, que siempre fueron grandes amigos de Kant, llegaron a la casa del profesor difunto. Entonces el cadáver, con acompañamiento de antorchas, fue conducido, entre repique general de campanas, a la catedral, que estaba deslumbrante de luces. Seguía a pie una comitiva interminable. En la catedral, después de las ceremonias usuales, acompañadas de la máxima expresión de la veneración nacional, se celebró un solemne oficio cantado de difuntos, admirablemente ejecutado. Finalmente, los restos mortales de Kant fueron descendidos a la bóveda académica, en donde descansan ahora entre los restos de los patriarcas de la Universidad. ¡Paz a sus cenizas y honor eterno a su memoria!
T. de QUINCEY, La muerte De Kant