Y tú, ¿qué harías?


Dicen que era un pastor que estaba al servicio del entonces rey de Lidia. Sobrevino una vez un gran temporal y terremoto; abrióse la tierra y apareció una grieta en el mismo lugar en que él apacentaba. Asombrado ante el espectáculo descendió por la hendidura y vio allí, entre otras muchas maravillas que la fábula relata, un caballo de bronce, hueco, con portañuelas, por una de las cuales se agachó a mirar y vio que dentro había un cadáver, de talla al parecer más que humana, que no llevaba sobre sí más que una sortija de oro en la mano; quitósela el pastor y salióse.



Cuando, según costumbre, se reunieron los pastores con el fin de informar al rey, como todos los meses, acerca de los ganados, acudió también él con su sortija en el dedo. Estando, pues, sentado entre los demás, dio la casualidad de que volviera la sortija, dejando el engaste de cara a la palma de la mano; e inmediatamente cesaron de verle quienes le rodeaban y con gran sorpresa suya, comenzaron a hablar de él como de una persona ausente. Tocó nuevamente el anillo, volvió hacia fuera el engaste y una vez vuelto tornó a ser visible.




Al darse cuenta de ello, repitió el intento para comprobar si efectivamente tenía la joya aquel poder, y otra vez ocurrió lo mismo: al volver hacia dentro el engaste, desaparecía su dueño, y cuando lo volvía hacia fuera, le veían de nuevo.




Hecha ya esta observación, procuró al punto formar parte de los enviados que habían de informar al rey; llegó a Palacio, sedujo a su esposa, atacó y mató con su ayuda al soberano y se apoderó del reino.



Pues bien, en una situación semejante, ¿tú qué harías?

Aunque, quizás, lo importante de la historia es lo que nos pretende decir, lo que podemos aprender de ella.

El que la cuenta, un griego llamado Glaucón, extrae las siguientes enseñanzas:



Pues bien, si hubiera dos sortijas como aquélla de las cuales llevase una puesta el justo y otro el injusto, es opinión común que no habría persona de convicciones tan firmes como para perseverar en la justicia y abstenerse en absoluto de tocar lo de los demás, cuando nada le impedía dirigirse al mercado y tomar de allí sin miedo alguno cuanto quisiera, entrar en las casas ajenas y fornícar con quien se le antojara, matar o libertar personas a su arbitrio, obrar, en fin, como un dios rodeado de mortales. En nada diferirían, pues, los comportamientos del uno y del otro, que seguirían exactamente el mismo camino. Pues bien, he ahí lo que podría considerarse una buena demostración de que nadie es justo de grado, sino por fuerza y hallándose persuadido de que la justicia no es buena para él personalmente; puesto que, en cuanto uno cree que va a poder cometer una injusticia, la comete. Y esto porque todo hombre cree que resulta mucho más ventajosa personalmente la injusticia que la justicia. «Y tiene razón al creerlo así», dirá el defensor de la teoría que expongo. Es más: si hubiese quien, estando dotado de semejante talismán, se negara a cometer jamás injusticia y a poner mano en los bienes ajenos, le tendrían, observando su conducta, por el ser más miserable y estúpido del mundo; aunque no por ello dejarían de ensalzarle en sus conversaciones, ocultándose así mutuamente sus sentimientos por temor de ser cada cual objeto de alguna injusticia. Esto es lo que yo tenía que decir.


Pero no concluye así su exposición, sino que continúa un poco más:



Finalmente, en cuanto a decidir entre las vidas de los dos hombres de que hablamos, el justo y el injusto, tan sólo nos hallaremos en condiciones de juzgar rectamente si los consideramos por separado; si no, imposible. ¿Y cómo los consideraremos separadamente? Del siguiente modo: no quitemos nada al injusto de su injusticia ni al justo de su justicia, antes bien, supongamos a uno y otro perfectos ejemplares dentro de su género de vida. Ante todo, que el injusto trabaje como los mejores artífices. Un excelente timonel o médico se dan perfecta cuenta de las posibilidades o deficiencias de sus artes y emprenden unas tareas sí y otras no. Y si sufren algún fracaso, son capaces de repararlo. Pues bien, del mismo modo el malo, si ha de ser un hombre auténticamente malo, debe realizar con destreza sus malas acciones y pasar inadvertido con ellas. Y al que se deje sorprender en ellas hay que considerarlo inhábil; pues no hay mayor perfección en el mal que el parecer ser bueno no siéndolo. Hay, pues, que dotar al hombre perfectamente injusto de la más perfecta injusticia, sin quitar nada de ella, sino dejándole que, cometiendo las mayores fechorías, se gane la más intachable reputación de bondad. Si tal vez fracasa en algo, sea capaz de enderezar su yerro; pueda persuadir con sus palabras, si hay quien denuncie alguna de sus maldades; y si es preciso emplear la fuerza, que sepa hacerlo valiéndose de su vigor y valentía y de las amistades y medios con que cuente. Ya hemos hecho así al malo. Ahora imaginemos que colocamos junto a él la imagen del justo, un hombre simple y noble, dispuesto, como dice Esquilo, no a parecer bueno, sino a serlo. Quitémosle, pues, la apariencia de bondad; porque, si parece ser justo, tendrá honores y recompensas por parecer serlo, y entonces no veremos claro si es justo por amor de la justicia en sí o por los gajes y honras. Hay que despojarle, pues, de todo excepto de la justicia y hay que hacerle absoluta mente opuesto al otro hombre. Que sin haber cometido la menor falta, pase por ser el mayor criminal, para que, puesta a prueba su virtud, salga airosa del trance al no dejarse influir por la mala fama ni cuánto de ésta depende; y que llegue imperturbable al fin de su vida tras de haber gozado siempre inmerecida reputación de maldad. Así, llegados los dos al último extremo, de justicia el uno, de injusticia el otro, podremos decidir cuál de ellos es el más feliz.


En realidad, esto es una conversación, un diálogo en el que junto al citado Glaucón, interviene otro interlocutor. Ahora, con lo que sigue, podremos conocerlo además de saber cómo termina.




-¡Vaya! ---exclamé-. ¡Con qué destreza, amigo Glaucón, nos has dejado limpios y mondos, como si fuesen estatuas, estos dos caracteres para que los juzguemos!

-Lo mejor que he podido --contestó--. Y siendo así uno y otro, me creo que no será ya difícil describir con palabras la clase de vida que espera a los dos. Voy, pues, a hablar de ello. Pero si acaso en algún punto mi lenguaje resultara demasiado duro, no creas, Sócrates, que hablo por boca mía, sino en nombre de quienes prefieren la injusticia a la justicia; dirán éstos que, si es como hemos dicho, el justo será flagelado, torturado, encarcelado, le quemarán los ojos, y tras de haber padecido toda clase de males, será al fin empalado y aprenderá de este modo que no hay que querer ser justo, sino sólo parecerlo. En cuanto a las palabras de Esquilo, estarían, según eso, mucho mejor aplicadas al injusto, que es --dirán- quien en realidad ajusta su conducta a la verdad y no a las apariencias, pues desea no parecer injusto, sino serlo: «quíere y cultiva el surco fecundo de su mente para que en él germinen los más nobles designios»,
y mandar ante todo en la ciudad apoyado por su reputación de hombre bueno, tomar luego esposa de la casa que desee, casar sus hijos con quien quiera, tratar y mantener relaciones con quien se le antoje y obtener de todo ello ventajas y provechos por su propia falta de escrúpulos para cometer el mal. Si se ve envuelto en procesos públicos o privados podrá vencer en ellos y quedar encima de sus adversarios, y al resultar vencedor se enriquecerá y podrá beneficiar a sus amigos y dañar a sus enemigos y dedicar a la divinidad copiosos y magníficos sacrificios y ofrendas, con lo cual honrará mucho mejor que el justo a los dioses y a aquellos hombres a quienes se proponga honrar, de modo que hay que esperar razonablemente que por este procedimiento llegue a ser más amado de los dioses que el varón justo. Tanto es, según dicen, ¡oh, Sócrates!, lo que supera a la vida del justo la que dioses y hombres deparan al que no lo es.



El texto está extraído de una obra, La República, de un filósofo llamado PLATÓN, precisamente hermano de Glaucón y discípulo de Sócrates.



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