Conocemos
los hechos de esa noche fue porque él mismo los relató. Incluso en las primeras
páginas del Discurso, de contenido autobiográfico, hace referencia a la época
en que "no teniendo cuidados ni pasiones que me turbasen, permanecía todo
el día en una habitación con una gran estufa, en la que disponía de
tranquilidad para entregarme a mis pensamientos". A través de notas
personales, recuperadas por Leibniz, y de sus diarios de viaje a los que tuvo
acceso su biógrafo, Adrien Baillet, se conoció el pintoresco suceso. Descartes
se encontraba en el ejército, a las órdenes de Maximiliano I, pero la noche del
10 al 11 de noviembre se refugió del frío de Baviera en la mencionada
habitación de la estufa. Allí tuvo tres sueños o visiones:
En el primero, aparecía él en un día con mucho
viento, tanto que le era imposible alcanzar la iglesia a la que se dirigía. Por
el contrario, el resto de la gente parecía no tener ninguna dificultad en
caminar. El viento acaba por arrojarle contra una pared y en estas está cuando
un viejo conocido entra en escena y le ofrece... ¡un melón! Al despertar,
Descartes comenzó a preguntarse por el significado de dicho sueño hasta que
cayó dormido de nuevo.
Del segundo sueño despertó asustado por el enorme
ruido de un trueno. Al abrir los ojos creyó ver su cuarto lleno de chispas de
fuego. Entonces, Descartes quiso buscar una explicación física al fenómeno,
pero no fue capaz. Le pudo de nuevo el cansancio y cayó dormido.
En
esta ocasión, Descartes soñó estar en una habitación, un estudio, con la sola
compañía de dos libros: un diccionario y una antología de poemas. Deseoso de
ver el contenido de este último, lo abrió y se encontró con la frase: “¿Qué
camino debería tomar en mi vida?”. Paró de leer, levantó la vista y vio a un
hombre, un desconocido, que le acercaba un papel. “Sí... y no...”. Estaba
escrito en esa nota.
Por
tercera vez en la noche, Descartes despertó y se puso a pensar sobre el
significado de todo aquello. Los dos primeros sueños le habían llenado de
terror, pero el último le había tranquilizado y le había mostrado, finalmente,
su camino. Aunque los dos primeros hubieran sido obra de un demonio maligno, el
último le había hecho encontrar su camino en la vida: desatendiendo los deseos
de su padre, Descartes no sería ni soldado ni un hombre de leyes; sería un
hombre a la búsqueda de la verdad y a eso consagraría el resto de su vida.
Como
señala Paul Strathern en su Descartes en 90 minutos: “No deja de ser irónico
que Descartes, el gran racionalista, encontrara su inspiración en una visión
mística y en unos sueños irracionales”. Como explicación, Strathern enumera las
que se han dado a lo largo de la historia: según el filósofo y astrónomo
Hyugens, el cerebro de Descartes se habría calentado demasiado debido a la
estufa; otros señalan “una indigestión, exceso de trabajo, falta de sueño,
crisis mística o el hecho de que se había adherido recientemente a los
Rosacruces. El melón (...) fue motivo de mucho regocijo entre los lectores de
la biografía de Descartes del siglo XVIII, pero llegó a ser asunto más serio
con la llegada en la era psicoanalítica”.