En que se
exponen todas las calamidades del siglo XIV y se saca en conclusión que no hay
mal que por bien no venga
1
En
el año de gracia de 1328, Guillermo de Occam, acompañado por Miguel de Cesena y
otros tres frailes menores navegaba por el Ródano, huyendo de Avignon, después
de redactar un escrito común de reprobación del papa Juan XXII. Al mismo tiempo
repasaba los episodios de su ajetreada vida y se admiraba de ver como se
correspondían con las turbulencias del siglo en el que le tocó vivir. Para
empezar, ya su nacimiento en Occam, una aldea del condado de Surrey al sur de
Londres en 1293, coincidió con un momento decisivo para la Iglesia.
El
gran teólogo recordaba con amargura cómo en ese mismo año, los cardenales
habían tomado por primera vez la histórica decisión de elegir a un papa que
siguiese los principios de la sencillez evangélica, renunciando en favor de los
reyes y emperadores a cualquier poder temporal. Celestino V empezó su
pontificado siguiendo este camino, pero su experiencia era demasiado bella y
atrevida y al cabo de muy pocos meses tuvo que renunciar.
Su
sucesor, Bonifacio VIII, era su perfecta contrafigura, porque con él la Iglesia
volvió a tomar una estructura cada vez más complicada. Políticamente recuperó
una jerarquía imperial, que descendía desde el papa a los obispos, consideraba
a los mismos reyes como delegados de este poder supremo para asuntos
temporales, y por supuesto reservaba a los fieles comunes el único oficio de
obedecer. La doctrina oficial de esa iglesia –pensaba Occam– se correspondía
con su gobierno despótico, pues se componía de un edificio, increíblemente
enrevesado de teologúmenos, que pretendían una sumisión incondicional, al estar
basados en principios racionales e incontestables.
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Guillermo
siguió recordando cómo siendo todavía muy joven, ingresó en la orden de San
Francisco, que según él había interpretado mejor que nadie el auténtico sentido
del Evangelio. En aquel momento los frailes menores estaban profundamente
divididos, porque una parte muy considerable de ellos seguían la corriente
espiritualista. De acuerdo con la enseñanza trinitaria de Joachim de Fiore, la
historia de la Iglesia y de la humanidad había entrado en su momento tercero y
definitivo, el gobierno del Espíritu Santo, cuando el protagonismo pasa desde
la jerarquía episcopal a los monjes y a los parvuli, libres de toda atadura
doctrinal y moral.
Este
conflicto venía de muy atrás, porque ya en 1250 nada menos que el general de
los franciscanos, Juan de Parma, abrazó la revolucionaria doctrina de Joachim.
Precisamente por eso hubo de ser sustituido siete años después por
Buenaventura, a quien Guillermo detestaba profundamente, pues en su cursus
honorum fue sucesivamente obispo, cardenal, fabricador de papas y concilios,
totalmente opuesto a las pretensiones de los spiritales, y en una palabra
defensor a ultranza de las jerarquías de la Iglesia. Cosa tanto más desechable
cuanto que su teología mística le tenía que haber vacunado contra los estados y
poderes del siglo.
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En
su breve reinado Celestino V había autorizado que los spiritales formasen grupo
aparte en la orden de los ermitaños pobres, dirigidos por Angel de Clarino.
Pero Bonifacio VIII no podía tolerar este testimonio de pobreza y humildad, que
ponía de relieve su desenfrenado afán de dominio, y suprimió de golpe por
segunda vez esta experiencia. La herida se había cerrado en falso y desde
entonces el ideal de los franciscanos más radicales siguió latente dentro de la
orden, dispuesto a reaparecer en
cualquier momento.
Cuando
Guillermo tomó el hábito de los frailes mendicantes, estaba dispuesto a que su
política y su filosofía hiciesen guerra declarada a una Iglesia, que otra vez
se había inclinado ante los sabios y los poderosos del mundo. Por eso recordaba
su oculta simpatía hacia los spiritales y su aversión a Juan XXII, elegido papa
después de un largo y tormentoso cónclave, y dispuesto a desplegar desde el
primer momento un poder despótico. Precisamente en aquel año de 1316 el
filósofo cursaba sus estudios en la universidad de Oxford, y por su precocidad
era objeto de la atención de sus compañeros.
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Ese
mismo año se corrió muy pronto, en medio del júbilo de los jóvenes maestros y
los estudiantes franciscanos, la noticia de que Miguel de Cesena acababa de ser
nombrado general de la orden. Otra vez los spiritales entraban en escena, pero
ahora la enseñanza del abad Joachim sobre el gobierno de los hombres comunes y
de los monjes mendicantes se apoyaba en la doctrina de la absoluta pobreza de
Cristo, que siempre se había negado a tener cualquier poder mundano sobre la
tierra.
La
elección de Cesena era un verdadero desafío y una carga de profundidad contra
Juan XXII, que como sus antecesores acumulaba riquezas y sobre todo pretendía
tener un imperio casi omnipotente sobre toda la cristiandad. El testimonio de
pobreza de los frailes menores estaba además acompañado en esta ocasión de la
total carencia de dominio por parte de los parvuli, que empezaban a tomar parte
en este movimiento universal de protesta.
La
reacción del pontífice fue fulminante, pues usando todos sus poderes excomulgó
a los franciscanos espirituales. Todavía ahora, diez años después de estos
acontecimientos, Guillermo se alegraba de haber estudiado y enseñado en Oxford,
porque así vivió de lejos las turbulencias que forzosamente agitaron a la
Iglesia y tuvo libertad para proclamar públicamente teorías bien alejadas de la
filosofía y la teología oficial.
5
Guillermo
de Occam repasaba los primeros pasos de su enseñanza, y sobre todo aquel año de
1320, cuando en medio del entusiasmo de unos discípulos y del escándalo de
otros, afirmaba que por encima de todo era preciso mantener el principio de la
máxima sencillez y suprimir las entidades que estén de más en el conocimiento,
en la realidad física, en la política sacra o profana y en la vida espiritual.
Para algunos su juventud –sólo tenía veintiséis años– justificaba esos
atrevimientos, pero los maestros más viejos de Oxford, y dentro de su propia
orden los enemigos de novedades, comenzaron a criticarle abiertamente. Era
intolerable que un simple inceptor, sin título de doctor, se atreviese a
desafiar las doctrinas más venerables de la Escuela.
El
recién estrenado filósofo pensaba –y ocho años después seguía pensando, cada
vez más convencido– que para conocer, era condición suficiente y necesaria,
tener la evidencia inmediata de la presencia de cada cosa individual. Sólo así
–repetía a sus oyentes con una seguridad casi pedante– «sabemos que existe
cuanto existe y no existe cuanto no existe». De la teoría de Aristóteles y
Tomás de Aquino sobraba todo: las especies imaginarias, la abstracción, los
conceptos universales, el intelecto activo o posible, y sobre todo la
pretensión de fabricar una ciencia con puras ideas sin tener en cuenta la
realidad.
Sus
adversarios le objetaban que la renuncia a un mundo inteligible anulaba todo
conocimiento objetivo universal, pero Guillermo tenía preparada la solución a
este último y decisivo problema. Enseñaba que los conceptos no tenían existencia
fuera de la mente, y eran sólo términos que hacían las veces de una colección
de individuos, atrapados por la intuición. La conjugación de estos términos
mentales, puestos en vez de las cosas, no sólo era la condición mínima para que
hubiese ciencia, sino que además, siempre de acuerdo con el principio de
sencillez, dejaba fuera de juego todas las demás condiciones, por ser
innecesarias e inútiles.
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Las
autoridades de la Iglesia empezaban a inquietarse –incluso en la liberal
universidad de Oxford– de las consecuencias teologales de esta doctrina del
conocimiento, al parecer inofensiva. Pues Guillermo, con un ímpetu juvenil que
afortunadamente conservaba todavía, no se detuvo en este primer principio, sino
que con verdadero desparpajo y sin que lo detuviese ningún prejuicio de
escuela, no dudó en desarrollar sus teorías, entrando en la teología natural y
en la filosofía de Aristóteles como un jabalí en una cacharrería.
Efectivamente,
si el conocimiento sólo se adquiere por evidencia de lo individual inmediatamente
presente, debemos dejar en paréntesis o simplemente suprimir, la ciencia de
aquellas realidades que no se ofrecen a la intuición. Las pruebas de la
existencia de Dios –que por principio no está ante la mirada del hombre– se
anulan o quedan en una pura probabilidad. Lo mismo sucede con las pretendidas
demostraciones de la subsistencia del alma más allá de los límites de esta
existencia corporal, pues no hay noticia inmediata de ella ni de su destino
doble.
Guillermo
no toleraba que la doctrina revelada se apoyase en una serie de razonamientos
filosóficos sólo conocidos por los sabios de este mundo, y cuando sus
adversarios le reclamaban una prueba sobre cualquier punto de la teología
respondía invariablemente con una sencillez verdaderamente franciscana: «Esto
sólo lo tenemos por fe.» Sus oyentes de la orden, que en buena medida seguían
otra vez las tendencias de los «spiritales», sentían que las enseñanzas del
joven filósofo –aparte de consumar el principio de economía– permitían la
entrada en la Iglesia y hasta el papel principal a los «parvuli», los hombres
comunes, libres de toda jerarquía doctrinal.
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El
filósofo se daba cuenta de que la reciente enseñanza en París y la turbadora
personalidad del joven Nicolás de Ultracuria al que le unían fuertes lazos de
admiración y amistad, era una derivación del segundo principio que él mismo
estuvo desarrollando en Oxford en aquellos años. Cualquier discurso científico
exigía únicamente que su razonamiento tuviese consistencia, es decir, que las
premisas no fuesen contradictorias con relación a la conclusión, o dicho de
otra forma, que la conclusión repitiese cuanto estaba contenido en las
premisas.
La
aplicación de este principio era verdaderamente demoledora, pues de acuerdo con
él los razonamientos categóricos sobre los que se montaba toda la filosofía de
Aristóteles no descubren, ni pueden descubrir una proposición verdaderamente
nueva, y por consiguiente esa filosofía quedaba suprimida en su integridad y de
un solo golpe. Guillermo de Occam comprobaba gozoso cómo esa norma, fundada por
él y desarrollada por Nicolás, borraba indirectamente las pretensiones
doctrinales de todos los escolásticos.
Ni
siquiera la relación entre una causa y su efecto puede resistir esta acometida.
Ya Guillermo en unas cuantas líneas de sus principios de teología había
adelantado una proposición, que a pesar de su brevedad, no pasó desapercibida a
sus censores: «Ni la experiencia, ni la razón o la autoridad me convencen de
que algo sea causa de otra cosa, en el sentido de que admitido lo primero
necesariamente hay que admitir lo segundo.» Pero Nicolás de Ultracuria
convirtió esta crítica inicial de la relación causal en un eje central de su
doctrina.
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En
1324, hacía sólo cuatro años, aquel violento conflicto que penetraba las
estructuras de la Iglesia había estallado, y Guillermo no lo podía olvidar,
porque fue uno de sus protagonistas y testigos. Juan XXII, sintiendo su poder
supremo amenazado, había recurrido a su método de acción habitual, excomulgando
a Luis de Baviera y a sus teólogos palatinos, Juan de Jaldún y Marsilio de
Padua. En respuesta a esta ofensiva, el partido del Emperador declaró que el
Papa estaba depuesto por haber incurrido en herejía, negando la pobreza
evangélica.
Miguel
de Cesena que apoyaba a los spiritales fue citado este mismo año en Avignon
para dar cuenta de su conducta. En el mismo tiempo y lugar se iniciaba un
proceso contra Guillermo de Occam, que vio interrumpida su enseñanza cuando
todavía no había alcanzado el grado de Doctor. El filósofo estaba convencido de
que algunas de sus proposiciones y tal vez toda su doctrina era, por lo menos
indirectamente, favorable a los monjes y los parvuli.
En
cualquier caso Guillermo recordaba irritado la prolongación del proceso que
cuatro años después todavía no había terminado, y la composición del tribunal,
formado por el canciller de Oxford, dos obispos de la orden de San Agustín y
otros dos dominicos. Unicamente Durando no tenía ninguna jerarquía y por otra
parte se aproximaba a algunas de sus tesis, pero también pertenecía a los
dominicos y era además lector en la Curia de Avignon. En cuanto a las 51
proposiciones que eran objeto de crítica, todas se podían reducir al principio
de sencillez, si los seis examinadores fueran mínimamente inteligentes.
9
La
doctrina que más grande resistencia había encontrado –y no sólo en el gazmoño
tribunal que le juzgaba, sino además entre los mismos miembros de su orden,
incluso los spiritales– se refería al mundo físico, que según Aristóteles y sus
seguidores se componía de una serie de relojes astrales. El orden geométrico de
sus movimientos hacía evidente según el Filósofo y sus discípulos, la
existencia de una serie de Inteligencias separadas y de un Primer Motor, que
por encima de todas ellas imprimía al círculo de las estrellas fijas una
rotación totalmente regular.
Guillermo
no estaba dispuesto –y todavía ahora mantenía su opinión– a admitir esa
jerarquía de inteligencias, que podían servir de modelo y coartada a la
composición de la Iglesia, tal como estaba organizada por el papa y los
obispos. Y siempre siguiendo la ley de economía se atrevió a afirmar que todo
cuerpo celeste puede mantener su movimiento, sin necesidad de ningún motor y
con la única condición de que en este momento esté ya moviéndose.
Es
verdad que de esta forma el cielo quedaba desierto de dioses y de ángeles y
hasta el Primer Principio que pone en marcha el universo desaparecía de la
vista. Pero el filósofo se felicitaba de que fuese así, pues de esta manera el
modelo teologal basado en una jerarquía de potestades, quedaba anulado y
forzosamente debía ser sustituido por una piedad interior, tal como la iniciada
por Francisco de Asís, seguida por el malaventurado Buenaventura, y
definitivamente adoptada por los frailes menores espirituales.
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Ahora,
cuatro años después de aquel interminable proceso, Guillermo, Miguel de Cesena,
y la facción de los spiritales habían decidido tomar el partido del Emperador.
Efectivamente, Luis de Baviera, despreciando la excomunión de Juan XXII y
desoyendo sus apelaciones a la obediencia, había tomado el camino de Roma y
allí aplicó la doctrina de Marsilio de Padua, según el cual la pretensión papal
de tener un dominio terreno opuesto al del Imperio, era causa de la guerra y de
la inseguridad en que vivían los cristianos.
Siguiendo
las fórmulas inventadas por su teólogo fue nombrado formalmente emperador por
elección de un senado de cincuenta y dos ilustres romanos, y por la posterior
aclamación del pueblo. Después reunió a trece eclesiásticos para que eligiesen a
un papa –precisamente un franciscano– para sustituir al herético Juan y
devolver la sede primera de la Iglesia a Roma. Pero el nombramiento de Nicolás
V colmó la paciencia del rey de Francia, defensor decidido de Avignon, y ante
su amenaza Luis se vio obligado a replegarse a Pisa, dominada por los
gibelinos.
Allí
llegaron el mes de Junio de 1328 Guillermo, Miguel de Cesena, Bonagrazia de
Bérgamo, Francisco de Ascoli y Enrique Thalheim, juntándose en la nueva ciudad
imperial a Marsilio y Juan de Jandún. Verdaderamente, la operación de nombrar
un nuevo papa romano había fracasado, pero en cambio Luis de Baviera podía
presumir de tener una corte de pensadores políticos de primera magnitud. El día
de la recepción solemne, Guillermo de Occam, hablando en nombre de todos ellos,
pronunció una sentencia tan sencilla y contundente como toda su doctrina:
«Emperador, defiéndeme con la espada y yo te defenderé con la pluma.»
11
Desde
entonces y durante veintiún años, Guillermo emprendió una violenta polémica
contra cualquier jerarquía eclesiástica. El centro de sus batallas fue primero
Pisa y muy pronto Munich, y sus adversarios tres papas : el detestable Juan
XXII y sus dos sucesores, Benedicto XII y Clemente V. Pero, aunque
indirectamente favoreciese al emperador, su teoría política fue siempre una
derivación del principio de sencillez, aplicado a la moral y la política.
Guillermo
se sentía más que nunca en su elemento, pues su doctrina cumplía la función
evangélica de cortar de raíz cualquier pretensión de tener riqueza o dominio, y
en este sentido proclamaba la pobreza absoluta de Jesucristo, siguiendo la
enseñanza de los frailes menores espirituales. El maestro nunca poseyó ningún
bien ni autoridad temporal y declaraba dichosos a quienes dentro de su espíritu
llegan a no desear nada.
El
papa no puede estar por encima de Cristo y debe renunciar, igual que él, a toda
propiedad y a todo principado en este mundo. Guillermo con su implacable navaja
fue suprimiendo sucesivamente la pretensión de ser dueño de tierras y de reinos
y todavía más la de tener poder sobre los reyes y emperadores. Cuando pensaba
que sus escritos exigían a Juan XXII el testimonio de su pobreza y el abandono
de cualquier autoridad temporal, aceptado además de buena gana, disfrutaba con
las aflicciones que el papa había de soportar.
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Tampoco
los pontífices tienen un poder espiritual, pues su ministerio está establecido
para asegurar la libertad de conciencia y de pensamiento de los miembros de la
Iglesia. Por consiguiente, ni el papa ni el concilio pueden establecer verdades
que los fieles deban obedecer, pues tal cosa iría contra esa comunidad de
hombres libres.
Por
lo demás el papa puede equivocarse y caer en herejía. Otro tanto sucede con el
concilio. La infalibilidad pertenece sólo a la Iglesia, que es «la multitud de
todos los católicos que hubo desde los tiempos de los profetas y los apóstoles
hasta ahora. Esta comunidad universal no puede ser disuelta por ninguna
voluntad humana, y durará hasta el fin de los siglos». Los parvuli, los hombres
comunes, vuelven a ser según esto los verdaderos protagonistas de la vida
cristiana.
Guillermo
de Occam se daba cuenta de que sus escritos político-teológicos anulaban todas
las jerarquías de la Iglesia y descubrían en la comunidad espiritual un desierto
de autoridad semejante al cielo privado de las Inteligencias ordenadoras. Pero
–ante la irritación de Juan XXII, su principal adversario– comprobaba
gozosamente cómo esta enérgica purga devolvía a los hombres comunes toda su
dignidad arrebatada.
13
En
el año 1348, con la muerte del Emperador Luis de Baviera, la suerte de los
franciscanos spiritales de quienes era defensor, sufrió un brusco cambio.
Guillermo de Occam decidió descansar de su interminable combate, interrumpió
sus escritos y a la vista de lo que entonces sucedía en los centros de piedad y
de estudio de toda Europa, empezó a hacer balance de toda su vida y a
reflexionar sobre las consecuencias que a la larga habían de tener sus
doctrinas.
Como
además los maestros de la Universidad de París le proclamaban ya «príncipe de
los nominalistas», mientras le seguían maestros innumerables, le pareció que
era llegado el momento de pasar el relevo a las nuevas generaciones. Tanto más
cuanto que los nuevos doctores no se habían detenido en su doctrina y sus
principios, sino que los habían desarrollado con verdadero atrevimiento.
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Guillermo
hubo de reconocer que la experiencia de los frailes spiritales y de los
parvuli, por la que había batallado toda su vida, tenía que esperar muchos años
antes de que la Iglesia la aceptase. Pero no era el único movimiento
espiritual, que pretendía librarse de las ataduras de la jerarquía y recogerse
en la piedad interior. También la Orden de Santo Domingo había dado origen a
una corriente mística, que buscaba un encuentro inmediato de cada individuo con
la realidad de Dios, presente en lo más hondo del corazón.
El
iniciador de este movimiento había sido el maestro Eckhart, por quien Guillermo
tenía una profunda simpatía, y en cierta forma un destino común. Había muerto
en 1327, pero dos años después, su doctrina hubo de sufrir la inevitable
condenación de Juan XXII, que tampoco por esta parte estaba dispuesto a tolerar
fácilmente un desafío a su poder despótico. Eckhart había descubierto en lo más
hondo de cada alma una chispa del Entendimiento divino o una ciudadela donde el
espíritu está perpetuamente alojado y donde ningún papa podía llegar.
Sus
discípulos alemanes o flamencos, que pertenecían también a la escuela
dominicana tenían la misma edad de Guillermo y estaban en aquel momento en la
plenitud de su vida espiritual. El filósofo pensaba con orgullo que lo mismo
Taulero que Ruisbroeck se habían aprovechado del hueco abierto por él en la
vana palabrería de los pensadores escolásticos clásicos. Después de todo no era
ninguna casualidad que el movimiento iniciado por ellos se empezase a llamar en
todos los centros de oración «devotio moderna».
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Pero
Guillermo repasaba también las nuevas doctrinas de los modernos y hacía
reflexión de que no sólo tenían el aroma del siglo, sino que prolongaban
atrevidamente sus enseñanzas. Ya era universalmente admitida su doctrina de que
las Inteligencias ordenadoras eran inútiles, pues el movimiento circular y
uniforme de los astros es causa suficiente de su continuidad. Pero además se
atrevían más que su maestro y aplicando su doble principio deducían que los
cielos permanecían estables mientras que la Tierra giraba diariamente sobre sí
misma.
Guillermo
de Occam reflexionaba silenciosamente sobre el nuevo descubrimiento y lamentaba
no tener tiempo para aplicar al mundo físico dos principios tan fáciles como
evidentes. Podía pensarse, sin caer en contradicción que la infinidad de los
astros se movían al compás alrededor de la Tierra, y también que la Tierra
giraba con movimiento uniforme sobre sí misma. Ambas teorías eran, desde el
punto de vista de la lógica igualmente consistentes, y por consiguiente ninguna
concluía ni se podía negar.
Pero
los maestros de París pensaban que según el otro principio de economía era
mucho más sencillo suponer que sólo la Tierra rote con movimiento uniforme.
Porque sería increíblemente complicado un sistema astronómico donde miles y
miles de estrellas girasen sin cesar, manteniendo el mismo paso de una forma
continua, sin que ninguna adelantase
o
retrocediese con relación a las demás. Y el filósofo se asombraba de que hasta
entonces nadie hubiese caído en algo tan elemental, y todavía se asombraba más
de las consecuencias que su principio estaba destinado a proporcionar a la
ciencia futura.
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Guillermo
de Occam muere en 1349, pero ya en ese año la doctrina de los modernos salta
los límites de París y Oxford y se extiende a todos los centros de estudios de
Alemania e Italia. En 1397 triunfa en Polonia en la Universidad de Cracovia,
donde un siglo después, de 1491 a 1495 estudia Nicolás Copérnico. Allí conoce
las teorías de los maestros de París sobre la rotación de la Tierra, en
especial su formulación escrita «con muchas y bellas razones» por Nicolás de
Oresmes, y la posterior lectura en Italia de los pitagóricos de Siracusa no
hace más que confirmar esa hipótesis. En cambio no ha leído la obra de
Aristarco de Samos ni por consiguiente le debe sus ideas en torno a la
traslación de los componentes del sistema solar.
A
pesar de la gigantesca construcción científica de sus «Revoluciones de los
Orbes Celestes«, por debajo de sus minuciosas observaciones y de sus breves y
medianas experiencias siguen gravitando los dos principios establecidos por
Occam hacía casi dos siglos. Efectivamente, se puede suponer sin caer en
contradicción lógica que la enorme masa del Sol circula en torno a la Tierra
inmóvil y que los demás planetas le acompañan siguiendo unas órbitas
increíblemente complicadas.
Pero
se puede suponer también y es mucho más sencillo, que la comunidad de los
planetas, incluida la misma Tierra, se traslade con movimiento circular y
uniforme, tomando como centro al Sol. De esa forma se ahorran deferentes y
epiciclos, falsos y auténticos Martes, irregularidades geométricas,
multiplicación de las órbitas, Inteligencias y esferas, y en una palabra
complicaciones inútiles. Ciertamente, la especulación astronómica de los
modernos y de Copérnico quedará superada con el tiempo, pero el principio de
economía que la dirige seguirá vigente durante muchos siglos, tal vez para
siempre.
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Martín
Lutero nace en 1483, diez años después de Copérnico, pero está también
fuertemente influido por Occam, el único pensador medieval que merece sus
respetos. Lutero cree que hace falta suprimir todas las tradiciones y dogmas
que una falsa autoridad ha ido añadiendo a lo largo de los siglos a la
sencillez evangélica, y hace falta sobre todo desmontar el dominio del papa y
convertir a los hombres comunes en los protagonistas de la vida de la Iglesia.
El
gran reformador traduce la Biblia –que hasta entonces estaba reservada a los
prelados y clérigos y bien oculta en una lengua muerta– al alemán, y la entrega
a la libre lectura e interpretación de los cristianos corrientes. Entre el
mensaje del Evangelio y cada uno de los creyentes no se debe interponer ninguna
jerarquía eclesiástica, ninguna doctrina racional, por muy ilustres que hayan
sido quienes la enseñaron.
De
esta forma, la revolución de los spiritales y las parvuli, que había quedado
abortada por tres veces, en los siglos trece y catorce vuelve a reaparecer con
sus caracteres más radicales. Por lo demás la obra central de Lutero «sobre la
cautividad de Babilonia», elimina el poder del papa y la curia romana, reduce
los sacramentos a uno solo, formulado a través de tres signos sacramentales,
anula el valor de las indulgenciasa, las reliquias, ceremonias, órdenes
religiosas, penitencias y cilicios. El cristiano queda justificado por una
simple iniciativa de Dios que llega a sus oídos a través de la fe y se
actualiza en su actividad sobre el mundo. En una palabra, el Evangelio queda
reducido a su máxima sencillez de acuerdo con una doctrina que Occam nunca
había soñado, ni siquiera en sus escritos más revolucionarios.
J. R. San Miguel Hevia
en
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