Hace
quinientos años, terminó un pequeño tratado, ‘El Príncipe’, que sigue
conservando su influencia intacta: nadie supo distinguir con tanta nitidez cómo
funciona de hecho la política y cómo nos gustaría que lo hiciera.
Hace 500 años, en el otoño-invierno de 1513,
un apesadumbrado Maquiavelo, exiliado en su finca de Sant’Andrea tras la caída
de la república florentina, consiguió escribir lo que acabaría siendo uno de
los más grandes libros de la historia de la teoría política, El príncipe. Era
un pequeño tratado de no más de 30.000 palabras en el que se hablaba de los
diferentes tipos de principados y de los atributos que deben acompañar a los
hombres de Estado. A los ojos de hoy, tanto el estilo como la continua sucesión
de ejemplos históricos no ofrecen una lectura fácil. Esto contrasta, sin
embargo, con la vigencia que desde entonces siguen teniendo sus principales
mensajes. Ya se sabe, un clásico es un autor del pasado con el que dialogamos
como si fuese un contemporáneo, alguien que sigue presente entre nosotros a
pesar de la distancia temporal que se abre entre su tiempo y el nuestro.
Seguramente porque todavía tiene algo que decirnos y sigue siendo escuchado
cuando abordamos ciertos temas o nos adentramos en algunos problemas o
discusiones.
Las cuestiones centrales del libro giran
todas en torno al poder. Es un perfecto manual de las técnicas de poder, y de
cómo toda acción política debe ser evaluada en función de su capacidad para
obtenerlo y mantenerlo, no de su ajuste más o menos cabal a los imperativos de
la moralidad. Lo que importa es el éxito a la hora de buscar este objetivo, y
aquel condiciona la naturaleza de los medios que sean necesarios para
alcanzarlo. “El que quiere el fin debe querer los medios”, que diría Nietzsche.
Y los medios que se requieren para el sustento y la protección del Estado —o la
conservación del poder por parte del príncipe— no siempre se prestan a los
dictados de la acción moral. Es más, si un gobernante no está dispuesto a
renunciar a la moral cuando las circunstancias así lo exijan, más vale que se
dedique a otra cosa. “Un príncipe que quiera mantenerse como tal debe aprender
a no ser necesariamente bueno, y usar esto o no según lo precise”. Vicio y
virtud serían así categorías de la moral, no de la política. Porque la política
exige mancharse las manos, es irreconciliable con una visión de la realidad en
la que la acción moral siempre nos ofrece una alternativa a lo que se impone
como necesario, que haya algo así como una armonía entre principios éticos y
las consecuencias específicas derivadas de aplicarlos .
A la vista de esto, no es de extrañar que
Maquiavelo fuera visto desde siempre como el “maestro del mal” (L.Strauss),
como un a-moralista a quien había que combatir por todos los medios. El
cardenal Pole llegó incluso a decir que su libro había sido escrito “por la
mano de Satanás”. Otros lo absuelven, porque en sus Discursos, el tratado sobre
las repúblicas que comenzara a escribir en ese mismo año de 1513, cambia de
perspectiva y traslada el fin de la acción política desde la conservación del
poder del príncipe al vivere civile y libero republicano, y subraya la
necesidad del apoyo del pueblo como fundamento de la fuerza del gobernante.
Aunque, todo sea dicho, con ello no cambia lo más sustancial de su enfoque. La
razón de Estado sigue presente —si está en peligro la patria deja de
constreñirnos la moral y el derecho—, y, sobre todo, sigue manteniendo que la
política, aun bajo condiciones republicanas, no nos enfrenta a un mundo
reconciliado. La maldad del hombre es inextricable —“un hombre olvida antes la
muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio”— y nunca podremos
liberarnos del engaño y la mentira como medios fundamentales de la acción
política.
Maquiavelo nos ofrece, en efecto, una
política exenta de moralina, que diría Nietzsche, y ha pasado a la historia,
como el primer realista político. Nadie supo distinguir con tanta nitidez la
distancia que se abre entre cómo funciona de hecho la política y cómo nos
gustaría que lo hiciera. Su mensaje no puede ser más meridiano, la política
siempre es estratégica, siempre ha de vérselas con actores que tratan de
maximizar sus intereses con todos los medios a su alcance, y ninguno de ellos
hace aspavientos a los instrumentos que sean necesarios para alcanzarlos. Es
preciso observar, sin embargo, que al presentarnos este dato fundamental de lo
político, nuestro autor contribuye a desvelarnos la naturaleza profunda del
poder, desprovista ya de mitos e ideologías legitimadoras, su rostro desnudo.
Y, como ya observaba Gramsci, esto es lo que nos permite actuar para eludir sus
peores consecuencias y buscar “otra política”.
La constatación de que Maquiavelo en eso
tiene razón es, en definitiva, lo que nos ha llevado a diseñar todos los diques
posibles para evitar que la razón de Estado o la persecución del interés
propio, tanto por parte de los gobernantes como de los grupos de interés,
traspase ciertos límites. Esa ha sido la labor tradicional de la democracia y
de las instituciones del Estado de derecho. Hoy, junto con la exigencia de
ética pública, funcionan como algunos de los condicionantes externos de la
acción política. Exactamente igual que eso que teorizaba en su libro cuando se
refería a la necessitá o la fortuna.
La virtú del gobernante no solo consiste en
saber operar bajo esos condicionantes, sino en tener conciencia también de cuál
es la qualità de’ tempi, las peculiaridades de cada contexto y el estilo de
gobierno que encaja con ellas. En este sentido, la política de los drones de
Obama sería más maquiavélica que la de Guantánamo o de las empresas bélicas de
Bush. En ambos casos, el fin, la seguridad, condiciona los medios, pero una es
mucho más aceptable para la moralidad pública de un país como Estados Unidos
que otra y, por tanto, más eficaz. El fin se impone a pesar de su inmoralidad,
pero unos son más digeribles para las “circunstancias del tiempo” que otros.
Como se ve, lo importante es el éxito de la acción, no su adecuación a
principios. O, desde otra perspectiva y por quedarnos en nuestro país, las
nuevas medidas dirigidas a evitar la corrupción, que son una respuesta a la
tendencia de un sector de la clase política a perseguir sus propios intereses a
expensas del interés público, responden a una clara presión ciudadana para
imponer un nuevo dique a los políticos. Maquiavelo diría que lo hacen más por
ser reelegidos que porque crean en ellos, pero lo que importa a la postre es
que existan y constriñan su acción.
Sea como fuere, el mensaje fundamental de
Maquiavelo es que el punto de partida de lo político debe ser siempre la
necesidad de atender a las consecuencias de las decisiones políticas, una
variante, mucho más cruda, de la ética de la responsabilidad weberiana. El
problema estriba en que —sin caer en el hipermoralismo— seamos capaces de
escoger los medios, que aun permitiéndonos la consecución de un fin concreto,
no atenten contra lo que deben ser los objetivos fundamentales de nuestra vida
en común y dotan de identidad y sentido a la vida democrática, el vivere civile
e libero adecuado a nuestra época. Es algo que no podemos ignorar en estos
momentos en los que casi todo vale con tal de salir de la crisis económica, el
fin hipostasiado, o en el que los presupuestos básicos de la ética pública
aparecen hechos jirones. Puede que el mal no pueda ser erradicado de la
política, pero lo que está claro es que el mejor antídoto contra el burdo
maquiavelismo es una ciudadanía vigilante con capacidad para la reflexión y la
crítica. No podemos olvidar que, como decía el profesor Del Águila, uno de
nuestros mayores expertos sobre Maquiavelo, al final “somos nosotros quienes
trazamos la línea de lo intolerable”.
F.
VALLESPÍN, EL PAIS, 3/III/13 –