Érase una vez un rey que había nacido con un defecto en el corazón y que vivía en un gran palacio –como suelen ser siempre los palacios de los reyes-, cercado por desiertos por todos los lados menos por uno. Siguiendo el gusto que le imponía su defecto con que había venido al mundo, mandó arrasar todos los campos de alrededor, de tal modo que, asomado por la mañana a la ventana de su cuarto, sólo podía ver desolación y ruinas hasta el fin y el fondo del horizonte.
Y quien esto lea y no lo cuente,
en ceniza muerta se convertirá.
Arrimado al palacio, por la parte de atrás, había un pequeño espacio cercado por un muro. Este espacio parecía una isla y se había librado por estar a salvo de las miradas del rey, a quien complacían más las vistas de la fachada noble.
Sin embargo, un día el rey se levantó con hambre de más desiertos y se acordó del huerto que un poeta de la corte, adulador como un perrillo faldero, había comparado con un espino que picara la rosa que, a su ver, era el palacio del monarca. Dio, pues, el soberano la vuelta a la real morada, llevando tras él a los cortesanos y a los ejecutores de sus justicias, y fue a mirar el torvo muro blanco de vergel y las ramas de los árboles que allí habían crecido. Se pasmó el rey ante su propia indolencia al consentir semejante escándalo y dio unas cuantas órdenes a sus criados. Saltaron éstos el muro con gran alarido de voces y serruchos y cortaron las copas que sobresalían.
Y quien esto lea y no lo cuente,
en ceniza muerta se convertirá.
Vio el rey el resultado, miró a ver si sería bastante, consultó con su corazón defectuoso y decidió que había que derribar los muros. De inmediato avanzaron unas pesadas máquinas que llevaban colgadas grandes mazas de hierro que, balanceándose, dieron con los muros en tierra entre un enorme estruendo y nubes de polvo. Fue entonces cuando aparecieron a la vista los troncos degollados de los árboles, los pequeños bancales y, en un extremo, una casa toda cubierta de campánulas azules.
Y quien esto lea y no lo cuente,
en ceniza muerta se convertirá.
Por los espacios que los árboles dejaban, pudo ver el Rey el final del horizonte, pero temió que, de repente, crecieran las ramas y acabaran arrancándole los ojos, así que dio más órdenes y una multitud de hombres se lanzó al vergel para arrancar de raíz todos aquellos árboles y quemarlos allí mismo. El fuego acabó con los planteles y se dice que, por este motivo, la corte decidió organizar un baile, que el rey abrió solo, sin pareja, porque, como queda dicho, el rey tenía un defecto en el corazón.
Y quien esto lea y no lo cuente,
en ceniza muerta se convertirá.
Acabó la danza cuando se apagaban las últimas llamaradas y el viento arrastraba el humo hacia el fondo del horizonte. El rey, cansado, fue a sentarse en el trono de recorrer las calles y concedió besamanos, mientras miraba con el ceño fruncido la casa y las campánulas azules. Dio una nueva orden a gritos y, de inmediato, ya no hubo ni casa, ni campánulas azules, ni nada, a no ser el desierto.
Y quien esto lea y no lo cuente,
en ceniza muerta se convertirá.
Para el malvado corazón del rey, el mundo había llegado, al fin, a la perfección. El soberano se disponía ya a volver, feliz, a su palacio, cuando de los escombros de la casa salió una figura que empezó a andar sobre las cenizas de los árboles. Era quizá el dueño de la casa, el que cultivaba aquella tierra, el que levantaba las espigas. Y cuando este hombre andaba, le tapaba la vista al rey, acercándole el horizonte hasta el palacio, como si lo fuera a sofocar.
Y quien esto lea y no lo cuente,
En ceniza muerta se convertirá.
Entonces el rey sacó la espada y, al frente de los cortesanos, avanzó hacia el hombre. Cayeron sobre él y, sujetándolo de brazos y piernas, en medio de la confusión sólo se veía la espada del rey subir y bajar hasta que el hombre desapareció, quedando en su lugar un gran charco de sangre. Éste fue el último desierto que hizo el rey: durante la noche, la sangre fue avanzando y rodeó el palacio como un anillo; a la noche siguiente, el anillo se hizo más ancho, y cada vez más, hasta el fin y el fondo del horizonte. Sobre este mar hay quien dice que vendrán navegando un día barcos cargados de hombres y semillas, pero también hay quien dice que, cuando la tierra acabe de beber la sangre, ya no será posible rehacer ningún desierto sobre ella.
Y quien esto lea y no lo cuente,
en ceniza muerta se convertirá.
Arrimado al palacio, por la parte de atrás, había un pequeño espacio cercado por un muro. Este espacio parecía una isla y se había librado por estar a salvo de las miradas del rey, a quien complacían más las vistas de la fachada noble.
Sin embargo, un día el rey se levantó con hambre de más desiertos y se acordó del huerto que un poeta de la corte, adulador como un perrillo faldero, había comparado con un espino que picara la rosa que, a su ver, era el palacio del monarca. Dio, pues, el soberano la vuelta a la real morada, llevando tras él a los cortesanos y a los ejecutores de sus justicias, y fue a mirar el torvo muro blanco de vergel y las ramas de los árboles que allí habían crecido. Se pasmó el rey ante su propia indolencia al consentir semejante escándalo y dio unas cuantas órdenes a sus criados. Saltaron éstos el muro con gran alarido de voces y serruchos y cortaron las copas que sobresalían.
Y quien esto lea y no lo cuente,
en ceniza muerta se convertirá.
Vio el rey el resultado, miró a ver si sería bastante, consultó con su corazón defectuoso y decidió que había que derribar los muros. De inmediato avanzaron unas pesadas máquinas que llevaban colgadas grandes mazas de hierro que, balanceándose, dieron con los muros en tierra entre un enorme estruendo y nubes de polvo. Fue entonces cuando aparecieron a la vista los troncos degollados de los árboles, los pequeños bancales y, en un extremo, una casa toda cubierta de campánulas azules.
Y quien esto lea y no lo cuente,
en ceniza muerta se convertirá.
Por los espacios que los árboles dejaban, pudo ver el Rey el final del horizonte, pero temió que, de repente, crecieran las ramas y acabaran arrancándole los ojos, así que dio más órdenes y una multitud de hombres se lanzó al vergel para arrancar de raíz todos aquellos árboles y quemarlos allí mismo. El fuego acabó con los planteles y se dice que, por este motivo, la corte decidió organizar un baile, que el rey abrió solo, sin pareja, porque, como queda dicho, el rey tenía un defecto en el corazón.
Y quien esto lea y no lo cuente,
en ceniza muerta se convertirá.
Acabó la danza cuando se apagaban las últimas llamaradas y el viento arrastraba el humo hacia el fondo del horizonte. El rey, cansado, fue a sentarse en el trono de recorrer las calles y concedió besamanos, mientras miraba con el ceño fruncido la casa y las campánulas azules. Dio una nueva orden a gritos y, de inmediato, ya no hubo ni casa, ni campánulas azules, ni nada, a no ser el desierto.
Y quien esto lea y no lo cuente,
en ceniza muerta se convertirá.
Para el malvado corazón del rey, el mundo había llegado, al fin, a la perfección. El soberano se disponía ya a volver, feliz, a su palacio, cuando de los escombros de la casa salió una figura que empezó a andar sobre las cenizas de los árboles. Era quizá el dueño de la casa, el que cultivaba aquella tierra, el que levantaba las espigas. Y cuando este hombre andaba, le tapaba la vista al rey, acercándole el horizonte hasta el palacio, como si lo fuera a sofocar.
Y quien esto lea y no lo cuente,
En ceniza muerta se convertirá.
Entonces el rey sacó la espada y, al frente de los cortesanos, avanzó hacia el hombre. Cayeron sobre él y, sujetándolo de brazos y piernas, en medio de la confusión sólo se veía la espada del rey subir y bajar hasta que el hombre desapareció, quedando en su lugar un gran charco de sangre. Éste fue el último desierto que hizo el rey: durante la noche, la sangre fue avanzando y rodeó el palacio como un anillo; a la noche siguiente, el anillo se hizo más ancho, y cada vez más, hasta el fin y el fondo del horizonte. Sobre este mar hay quien dice que vendrán navegando un día barcos cargados de hombres y semillas, pero también hay quien dice que, cuando la tierra acabe de beber la sangre, ya no será posible rehacer ningún desierto sobre ella.
Y quien esto lea y no lo cuente,
en ceniza muerta se convertirá.
J. SARAMAGO, Historia del rey que hacía desiertos