Los sofistas y la democracia

En defensa de los sofistas...


Sabio es quien sabe, y también quien dice que sabe y convence a los demás de que sabe.
Esta idea se corresponde con lo que conocemos de los sofistas: que saben y anuncian a los cuatro vientos, de ciudad en ciudad, que saben, que pueden hablar de cualquier tema tanto con prolijidad como con concisión. Sofistas como Protágoras y Gorgias se jactaban de ser capaces de hablar con prolijidad o concisión de cualquier tema que les fuera propuesto, como forma de hacerse publicidad y de presentarse ante su audiencia; más aún, se jactaban de tener solución para los problemas políticos a partir de unos extensos conocimientos enciclopédicos. Para muchos, sin embargo, la actitud de los sofistas era pura petulancia. En cualquier caso, era una petulancia necesaria para llevar a cabo su función en una democracia, donde quien no habla no es escuchado, y se correspondía con la realidad de los hechos: los sofistas era sabios, y tenían autoridad como tales en Atenas. Los sofistas eran expertos en muchas disciplinas y enseñaban sus conocimientos, se hacían publicidad participando en eventos multitudinarios, o aprovechaban sus éxitos entre los políticos para conseguir fama y prestigio y así ganar más discípulos entre las clases adineradas. Un sofista podía aconsejar a un político sobre el uso de la palabra o la conveniencia de llevar a cabo tal acción para ganarse las simpatías populares, etc. En este sentido, los sofistas ejercían indirectamente la política, pues los políticos profesionales reclamaban sus consejos y sus conocimientos de las artes que sirven para convencer a los demás. La autoridad del sabio se ponía al servicio del bien común.

Sofística y democracia ateniense se necesitan y se complementan. Protágoras, el primer sofista clásico, ejerció este papel de sabio para la democracia en todas sus facetas: viajero incansable, residió en varias ocasiones en Atenas, donde ejerció como asesor de Pericles, que, educador de jóvenes aspirantes a políticos no siempre de origen acaudalado, diseñador de constituciones, fue una figura clave del panorama intelectual de la ciudad. Su filosofía puede sintetizarse en un relativismo basado en la subjetividad del conocimiento experiencial  por el cual todas las perspectivas tienen el mismo valor de verdad.
Pero Protágoras reserva un espacio al sabio, aquél capaz de elaborar una idea racionalizada del mundo y del hombre sobre una base experiencial, y que es útil para la práctica de la vida y la política. En este sentido se puede decir que los juicios del sabio pueden ser mejores (no más verdaderos) que los juicios de los demás.
Platón explica, a través de Sócrates, estas ideas de Protágoras, en el Teeteto:

…a los que se ocupan del cuerpo los llamo médicos y a los que se ocupan de las plantas los llamo agricultores. Sostengo, en efecto, que éstos infunden en las plantas, en lugar de las percepciones perjudiciales que tienen cuando enferman, percepciones beneficiosas y saludables, además de verdaderas, y que los oradores sabios y honestos procuran que a las ciudades les parezca justo lo beneficioso en lugar de lo perjudicial. Pues lo que a cada ciudad le parece justo y recto, lo es, en efecto, para ella, en tanto lo juzgue así. Pero la tarea del sabio es hacer que lo beneficioso sea para ellas lo justo y les parezca así, en lugar de lo que es perjudicial.

Desde un punto de vista político, el subjetivismo de Protágoras sirve para justificar el hecho esencial de que en la democracia las decisiones las toman los ciudadanos a través de los políticos, que a su vez consultan a los sabios para asegurarse de seguir la dirección correcta, aunque también pueden hacer caso omiso de sus consejos si la presión popular lo exige. El poder se sirve del sabio, y no al revés. Puede que la subjetividad del sabio tenga mayor valor práctico que la subjetividad de los legos, pero carece de valor decisorio sin el apoyo de éstos. Pero es necesario contar con el pueblo para aplicar las soluciones que el sabio propone al político, dado que el pueblo no está generalmente preparado para tomarlas por su cuenta; aquí radica la utilidad de la retórica: como instrumento para convencer al pueblo de lo que es bueno para la ciudad. Sin embargo, de esta misma necesidad deriva el riesgo: que un político se haga eco de las voces de los ciudadanos para conseguir el poder y use la retórica para aprovecharlo en pos de sus propios intereses. De ahí surge el imperativo de educar también al pueblo en los secretos de la participación política, y no sólo a los que desean ser políticos profesionales, porque un pueblo sin la formación política adecuada no puede ejercer cabalmente las funciones propias de la ciudadanía, esto es, la participación activa en la definición del bien colectivo.

Los sofistas advirtieron que la participación política exigía, para realizarse al máximo, una formación. Si ser ciudadano supone la eventualidad de decidir qué es el bien de la comunidad y quién puede ser su enemigo, entonces se hace evidente que el ciudadano cabalmente preparado para ejercer ese derecho ha de tener una formación equivalente a la que tienen los políticos profesionales; ser ciudadano significa poder replicar al político con sus mismos instrumentos (las artes retóricas), entrar en esa actividad agonística y a la vez pacífica que es la política preparado para poner en la mesa los propios argumentos en lugar de limitarse a escuchar los estudiados discursos de los políticos profesionales.
El proyecto pedagógico de los sofistas tenía una doble orientación: instruir a los políticos que deseaban ejercer esa actividad de forma que hoy llamaríamos profesional y asesorarles en el ejercicio del poder (conscientes de que pocos políticos son realmente tan sabios como dicen ser); y también se dirigía a todo aquel que deseara adquirir esos conocimientos particularmente. El proyecto sofista incluía a la ciudadanía, y no exclusivamente a la alta ciudadanía, sin duda porque entendieron que una ciudadanía de calidad no podía ir separada de una formación cultural como la que los sofistas aportaban. Es cierto que los sofistas no ofrecían sus enseñanzas a precios populares, pero en su modelo pedagógico ya no era imprescindible ser aristócrata para recibir una formación intelectual muy superior a la tradicional. La revolución de la educación sofista en Atenas pretendía precisamente esto, que cualquiera pudiese alcanzar un alto grado de formación cultural y política, al margen de su ascendencia social, y para ello había alternativas al elevado coste de los honorarios habituales de los sofistas.

La intención de los sofistas consistía en educar a los ciudadanos en la actividad política, en hacerlos un poco sabios, imbuirles del espíritu enciclopédico e ilustrado que ellos traían, para que los ciudadanos pudieran también hablar de cualquier tema con prolijidad y concisión, y así poder enfrentarse a los supuestos sabios que ocupaban el poder. Se trataba de poner a los ciudadanos a la altura cultural de los políticos profesionales, para competir con ellos en condiciones de igualdad y evitar sus engaños, y a la vez poder convencer a los demás gracias a esas mismas artes aprendidas de los sofistas. Se trata de extender el juego político a ambos planos de la vida pública, participación y ejercicio del poder.

En última instancia, el marco de relaciones entre los ciudadanos y la política, en una democracia, implica que la calidad del sistema político que permite decidir al pueblo dependerá de la calidad global de la ciudadanía y de si ese pueblo es capaz de acrecentar las bondades de su sistema político o de deteriorarlo progresivamente. A partir de aquí podemos comprender la importancia que los sofistas daban a la formación política de los ciudadanos.

Una última referencia al presente: ante el creciente déficit en la calidad participativa de las ciudadanías occidentales (apatía por un lado; deficiencias participativas de los sistemas, por otro), cabe preguntarse si podemos confiar hoy, como hicieron en su época los sofistas, en las posibilidades de la educación de la ciudadanía para evitar los riesgos del populismo desmedido, o si ya sólo nos queda el recurso del sabio asesor que hoy llamamos técnico especialista en problemas concretos, con los riesgos específicos que esta figura entraña; si podemos confiar en la educación a pesar de que a la ciudadanía no le interesa, es decir, si no desea adquirir cultura política, ni humanística, ni científica, ni artística, ni mucho menos filosófica; si en numerosos y variados sectores sociales hay un cierto desdén por la cultura y una firme indiferencia por la lectura; si los sofistas actuales carecen del carisma de los antiguos y viven en el descrédito; si el interés cultural se concentra casi exclusivamente en saberes técnico-profesionales y en las nuevas tecnologías informacionales, y si la participación ciudadana parece orientarse sólo hacia los estantes de los hipermercados.

J. PRADAS, Ciudadanía y participación. Políticos y ciudadanos desde una perspectiva sofística.