EL FUNESTO CAMINO DE LA GRANJA AL CONTENEDOR
En España,
7,7 millones de toneladas de alimentos —163 kilos por persona, de media— que
podrían haberse consumido, o a los que se pudo haber dado otro uso, acaban en
la basura cada año. Son productos que se desechan a causa de los malos hábitos
de consumo, los altos estándares de calidad de las empresas —que rechazan los
que no cumplen sus cánones estéticos— o la mala planificación de comercios y
ciudadanos. Una realidad escandalosa que se hace aún más aberrante a medida que
aumentan los estragos causados por la crisis: el 27% de la
población se encuentra en riesgo de pobreza. El Gobierno busca
ponerle coto ahora a este problema con una estrategia para concienciar del
valor de los alimentos, y estudia cambiar la normativa para que aquellos
productos que vayan a desecharse se reutilicen o se donen.
Su objetivo
es, además, analizar las reglas con las que las empresas hacen sus cribas antes
de que el producto llegue al consumidor. Patrones que llevan a rechazar
alimentos perfectamente buenos solo por criterios estéticos. Estándares
“excesivamente estrictos”, según el experto británico Tristram Stuart, profesor
de Historia Medioambiental en la Universidad de Sussex. Stuart pone varios
ejemplos: kilos de tomates que se consideran demasiado pequeños para la venta,
manojos de zanahorias retorcidas y algo rajadas... Alimentos que nadie
garantiza que no terminen en los contenedores. Algo que las autoridades
tratarán de evitar. También que aquellos productos cuya fecha de consumo
preferente vaya a pasar —siguen siendo seguros pero no conservan todo su sabor,
color o aroma— se reintroduzcan en el ciclo alimentario de alguna forma y no se
destruyan sin más.
El diputado
de Compromis-Equo Joan Baldoví propuso hace poco una iniciativa parlamentaria
para frenar el desperdicio. En ella se incluían medidas coercitivas para
aquellos que despilfarrasen con prácticas como la de eliminar los excedentes.
Sin embargo, a pesar de la contradicción que supone que el Gobierno prepare
ahora su propia estrategia, su propuesta fue rechazada por el PP. Baldoví
pretendía aplicar el principio de “quien contamina paga” para frenar unos
residuos que tienen un elevado coste medioambiental y social.
Porque el
problema se produce a lo largo de toda la cadena. Desde el campo o la granja
hasta la mesa. Pero uno de los principales problemas, reconoce Fernando Burgaz,
director general de Industria Alimentaria, es que no se tiene información
exacta de cuánto ni de todos los factores que influyen en esta práctica. “Se
revisarán las normas de calidad, se tendrán en cuenta los tipos y la tecnología
de envasado, si las fechas de caducidad y consumo preferente son las correctas,
los tiempos de distribución, los hábitos de consumo. Todo eso cuenta en el
despilfarro de alimentos”, explica Burgaz.
Los datos de
la Comisión Europea sitúan a España como el sexto país de la UE que más
despilfarra. Por delante están Alemania, Holanda, Francia, Polonia e Italia. En
toda Europa tiran a la basura 89 millones de toneladas de alimentos. Una cifra
que el Parlamento Europeo ha instado a reducir. En Reino Unido, Holanda o
Irlanda ya han iniciado programas para hacerlo. Sobre todo, con campañas de
sensibilización para consumidores y distribuidores.
En España,
el ministerio de Miguel Arias Cañete ha firmado un convenio con la Federación
Española de Bancos de Alimentos y la Asociación Multisectorial de Fabricantes y
Distribuidores (AECOC), al que se han adherido más de 100 empresas, para frenar
el desperdicio. Las compañías se comprometen a reducir ese despilfarro siendo
más eficientes en la producción, reduciendo los tiempos de distribución y
planificando mejor sus producciones para evitar que las mercancías se acumulen,
cuenta el secretario general de AECOC, José María Bonmatí.
“Tenemos que
optimizar y reducir el desperdicio casi a cero. Es una cuestión social, pero
también medioambiental”, afirma Bonmatí, que reconoce que hay margen de mejora.
“Muchas veces, por ejemplo, la propia dinámica comercial hace que las fechas de
retirada sean anteriores a las del fin de la vida útil de los productos.
También hay que vigilar el transporte y la logística. Hay que hacer una
planificación correcta”, apunta el responsable de AECOC, que explica que,
dentro del acuerdo con Agricultura, las empresas se comprometen a aprovechar al
máximo los excedentes que se generen. Sea elaborando otro tipo de productos
—alimentación animal, cosméticos— o redistribuyéndolos.
Una de las
formas de darles uso es donarlos a organizaciones o bancos de alimentos. Ya se
hace en algunos casos con excedentes de frutas y verduras. También, explica
Tomás Fuertes, presidente de ElPozo Alimentación —una de las compañías
firmantes del acuerdo—, con otros productos cuyo envase, por ejemplo, se ha
deteriorado. “Nosotros cada día hacemos una revisión de todos los productos que
se van a expedir y aquellos que tienen cualquier defecto de etiquetado o de
presentación, como una arruga, pero que son productos perfectamente óptimos
para el consumo, se donan a las distintas ONG e instituciones con las que
colaboramos”, apunta.
Los que no
se donan son aquellos productos cuya fecha de consumo preferente acaba de pasar
o está cerca. Algo “incomprensible”, según los responsables de las
organizaciones que tienen programas de ayuda para alimentación a personas en
riesgo de exclusión. “Son alimentos que son sanos e inocuos, pero que quizá no
estén tan frescos. Se podrían donar perfectamente”, apunta José Antonio Busto
Villa, director general de los Bancos de Alimentos, entidades que el año pasado
dieron de comer a dos millones de personas en España. A Carlos Susías,
presidente en España de la Red Europea contra la Pobreza, la idea no le parece
mal, pero avisa: “Tienen que ser alimentos buenos y seguros. No deben ser
alimentos de desecho para personas consideradas de desecho”. La estrategia,
dicen los expertos, podría ayudar algo a paliar los recortes sociales y la
reducción de fondos que la UE planea para esos programas en los próximos
presupuestos —propone una
partida de 2.500 millones de euros para gastar de 2014 a 2020, pero
no todos los países apoyan la modesta cifra—. “Reducir el despilfarro es bueno,
pero no soluciona el problema. El Gobierno debe centrarse en mejorar las
condiciones de acceso a los alimentos para todos los ciudadanos”, incide
Susías.
A Busto
Villa le satisface que Agricultura revise las condiciones de la donación, y
aspira a que se fomente la entrega de alimentos en buenas condiciones, pero
cuya fecha de consumo preferente ha pasado. Pero esa opción no convence a los
fabricantes. “Cualquier empresa que esté envasando su marca quiere que ese
producto responda a sus estándares de calidad. Vaya donde vaya. Y hay algunos
productos que van perdiendo condiciones organolépticas”, dice el responsable de
AECOC. Lo que harán los fabricantes, recalca, es revisar a fondo y más
habitualmente las fechas límite de sus productos. “Ahí se puede trabajar”,
opina.
Y es que ese
es otro de los posibles factores del desperdicio masivo. El tiempo de duración
de un alimento se vuelve a medir cuando cambia alguno de los ingredientes o su
envase. Sin embargo, expertos como Stuart, que ha liderado investigaciones
sobre desperdicio, creen que esas fechas límite son “demasiado prudentes”.
Las
autoridades españolas estudiarán, dentro de la estrategia de Agricultura, si
ese tiempo límite que la industria impone a sus alimentos es correcto. “Las
tecnologías de envasado han evolucionado, con lo que muchos productos pueden
tener más vida útil de la que tienen reconocida oficialmente”, apunta el
director general de Industria Alimentaria, que explica que también se tendrá en
cuenta si el tamaño de los envases se adapta a las necesidades de los
consumidores o promueve el desperdicio.
Esta, opina,
puede ser una de las claves. El 42% de los desechos alimentarios se produce en
los hogares, según estimaciones europeas. “Ahí se tira una parte importante de
productos. Sea porque la gente puede tender a acumular, porque no los conservan
bien o porque no tienen información suficiente de cómo hacerlo. También porque
la mayoría confunde la fecha de caducidad con la de consumo preferente”,
argumenta el responsable de los Bancos de Alimentos. Una opinión que comparte
Sánchez, de Facua. Ambos piden que se cree una regulación para que en los
envases conste una sola fecha, “la del último día que se puede consumir el
producto sin riesgo”, pide Busto Villa. “Además, las etiquetas deberían tener
información de qué propiedades pierde el producto a partir de una fecha”, dice
Sánchez.
Pero la
industria no tiene planes de cambiar el etiquetado, por el momento. Sin
embargo, el responsable de AECOC explica que las compañías iniciarán —junto a
Agricultura— una campaña de información al consumidor sobre las condiciones de
conservación y consumo. También participarán las superficies comerciales,
porque mercados, supermercados y tiendas generan el 5% de los desperdicios. No
parece una cifra muy alta, pero aún así son muchos los productos acaban en el
contenedor.
¿Qué se hace
para evitarlo? Beatriz García Cabredo, directora de Responsabilidad Social
Corporativa de Makro, explica que una buena planificación es vital. También el
tratamiento del producto. “Se cuida la mercancía desde que llega para que no se
produzcan roturas y se trata de conservar bien la cadena de frío en los
productos frescos para que no se estropeen”, dice. Aun así, reconoce, hay
alimentos que ya no se pueden vender y que se donan: latas golpeadas, productos
que ya no son vistosos y que los restaurantes no querrán, alimentos cuya fecha
va a vencer ¿Y aquellos cuya fecha ha vencido? “Esos se destruyen. Pero
intentamos que no pase”, dice Cabredo.
Antes de
llegar a la tienda también se desperdicia. Las empresas productoras generan el
39% de los desechos. Y es que a veces las normas por las que se rige la
comercialización de productos frescos —verduras, hortalizas— impiden la venta
de los que tienen alguna imperfección o no tienen el tamaño adecuado. Por
ejemplo, una patata de la variedad nueva que tenga un brote de más de tres
milímetros no se puede vender. “No pasa la criba de la empresa que las lava y
las envasa y puede que acabe en la basura. Las empresas creen que el consumidor
no querrá esos productos un poco imperfectos o temen que meterlos en el mercado
baje el precio”, apunta Diego Juste, de la Unión de Pequeños Agricultores y
Ganaderos (UPA). Ellos son el primer eslabón de la cadena y también originan
desperdicios.
“Se intenta
derivar los excedentes a la industria para fabricación de derivados. Se dona lo
que se puede. Se busca tirar lo menos posible”, dice. Pero, como denuncia la
Organización de Naciones Unidas para Agricultura (FAO), a veces a las empresas
les resulta más caro reutilizar el producto —fabricando otra cosa o donándolo—
que tirarlo. La distribución de la mercancía a los bancos de alimentos cuesta,
y además debe ser ágil.
M.R. SAHUQUILLO, El País, 9/XII/12