Una vez al año zarpaba la nave hacia Delos cargada de ofrendas para Apolo, y hasta su regreso las leyes prohibían que se procediera a ejecuciones. Así, cuando el retorno parecía inminente, Critón, viejo amigo de Sócrates, irrumpe en su celda exhortándole a huir, eventualmente mediante algún tipo de soborno a los guardianes. Ante la resistencia del filósofo, su amigo avanza una razón singularmente punzante: los hijos de Sócrates se verán condenados a la orfandad; ahora bien -argumenta- menester es renunciar a tener progenitura si no se está dispuesto a asumir la carga de su educación y crianza. A lo cual Sócrates responde con la siguiente advertencia: "Alerta, Critón, no vayas a estar avanzando las mismas razones que enarbolaría esa gran mayoría dispuesta de ordinario a matar a alguien con idéntica facilidad y carencia de criterio con la que lo resucitarían si estuviera en su mano el hacerlo".Palabras terribles evocadoras de los cargos mismos de los que el filósofo había sido objeto y que bastarían para explicar la severidad de los jueces. Recordemos el trasfondo:
Sócrates pedía a sus jóvenes interlocutores que todas las opiniones, antes de erigirse en referencia, fueran puestas en tela de racional juicio. Ahora bien, el restaurado régimen democrático de Atenas estimaba que el análisis crítico no debía jamás extenderse a determinados valores y jerarquías considerados como soporte del entramado social. En consecuencia, dicho régimen condenó a Sócrates, juzgando que minaba en los jóvenes la firmeza irreflexiva que garantizaría su condición de buenos ciudadanos. Más que por delito de opinión, Sócrates es, pues, reo por la búsqueda de la verdad; reo por aspirar a que el orden social se sustente en principios genuinamente democráticos, es decir, asumibles porque la razón común los revela en cada uno y no por el simple hecho de que la mayoría ya está apuntada a ellos (con mayor o menor dosis de escepticismo). Reo, en suma, por resistencia a la pesimista convicción -hoy, como entonces, imperante- según la cual el orden social sólo puede mantenerse en base a principios y jerarquías en sí contingentes pero que todo el mundo ha de interiorizar como si no lo fueran, dada la renuncia a luchar por principios auténticamente incuestionables.
Mas en la citada respuesta a Critón no se trata ya tan sólo de denunciar el hecho de que ciertas convicciones profundamente arraigadas constituyen meros prejuicios. El filósofo apunta a poner de relieve que incluso las máximas de comportamiento que tienen valor objetivo carecen de valor subjetivo y moral cuando resultan de un mero contagio y no del ejercicio crítico para el que estamos capacitados por el mero hecho de ser seres de razón. Quien renuncia a esta mediación crítica, diga lo que diga, está asimismo enunciando un prejuicio, y una persona cuyas máximas de comportamiento se sustentan en prejuicios es tan manipulable como potencialmente peligrosa. Sócrates apunta, en suma, a señalar que, si el abuso del débil caracteriza al canalla, la adscripción a la opinión del fuerte es marca de oportunismo. Y si la opinión defendida tiene rasgos de nobleza, ello servirá tan sólo de pretexto para evitar algún tipo de confrontación. Así, en su caso, algo tan noble en sí mismo como la exigencia ética de velar por sus hijos hubiera sido -de seguir el consejo de Critón- oportuna coartada a fin de sacrificar la dignidad a la subsistencia. Y como bien indica Sócrates a Menon ("no estimar el vivir, sino el vivir bien"), la singularidad absoluta de la vida humana, lo que convierte en grotesca toda tentativa de homologarla con la mera vida animal, reside en el hecho de que vivir es para los hombres una condición subordinada a unos fines y en modo alguno a un objetivo en sí mismo.
Sócrates seguiría hoy constatando que lo socialmente legítimo es identificado a lo ampliamente compartido, y que esto último es en ocasiones canallesco (esa aterradora indiferencia de los partidarios de la pena capital al porcentaje de condenados inocentes en Estados Unidos; o esos millones de votos franceses democráticamente unidos por el mero odio al débil). Sócrates constataría qué causas objetivamente nobles, asumidas por los ciudadanos tan sólo cuando se imponen y nada cuesta comulgar con ellas, sirven de coartada legitimadora de la brutalidad (esas miradas tentadas por la ley del talión y el mero linchamiento, la primera vez que aislados militantes de Herri Batasuna se encontreron con la mayoría). Constataría que muchas de las batallas patrióticas, deportivas, económicas o de reconocimiento entre las que nos consumimos constituyen en realidad falsos problemas... Constataría todo ello y convencido de que la función de la filosofía no es apuntalar los prejuicios (por útiles que sean para el sostén del edificio social), sino contribuir a desmantelarlos, negaría radicalmente que España (o Europa, o el mundo) va bien y sostendría como un niño que los velos que cubren la pretendida majestad no sirven quizá para tapar la desnudez.
En nuestras democracias, educadores y padres deberían tener miedo de que la reflexión socrática provocara en los jóvenes un repudio de los valores y devociones (patrióticas, deportivas, religiosas) que intentan inculcarles. Y, sin embargo, Sócrates es presentado como un ancestro de nuestra cultura y modelo de entereza ante un destino injusto. Ni siquiera su equívoca sexualidad y reconocida paidofilia es óbice para tal valoración. ¿Signo pues de que hoy la radicalidad filosófica es compatible con el orden social? Signo más bien de que las reflexiones socráticas son consideradas como mero producto literario-cultural y que, al parecer, la ubicación en el limbo de los productos literario-culturales desactiva la palabra subversiva (al igual que convierte la homosexualidad -tan repudiada por jerarcas espirituales de todo tipo cuando se da en acto- en delicada inclinación propia del refinamiento). La democracia ateniense conduce a Sócrates a la muerte porque teme el carácter intrínsecamente perturbador de la palabra verídica. Temor que la asunción de la misma por el reo viene de forma dramática a confirmar (de ahí que Sócrates no pudiera seguir el consejo de Critón). Parábola ésta expresiva de que la filosofía, precisamente por su compromiso con la razón, se negará siempre a la confinación de ésta en un mundo de "radicales" controversias meramente dialécticas. Pues tal confinación representaría la auténtica muerte de quien nos enseña que la guerra contra la estulticia, en el aquí y el ahora de sus manifestaciones sociales, constituye la tarea esencial de la filosofía.
Sócrates pedía a sus jóvenes interlocutores que todas las opiniones, antes de erigirse en referencia, fueran puestas en tela de racional juicio. Ahora bien, el restaurado régimen democrático de Atenas estimaba que el análisis crítico no debía jamás extenderse a determinados valores y jerarquías considerados como soporte del entramado social. En consecuencia, dicho régimen condenó a Sócrates, juzgando que minaba en los jóvenes la firmeza irreflexiva que garantizaría su condición de buenos ciudadanos. Más que por delito de opinión, Sócrates es, pues, reo por la búsqueda de la verdad; reo por aspirar a que el orden social se sustente en principios genuinamente democráticos, es decir, asumibles porque la razón común los revela en cada uno y no por el simple hecho de que la mayoría ya está apuntada a ellos (con mayor o menor dosis de escepticismo). Reo, en suma, por resistencia a la pesimista convicción -hoy, como entonces, imperante- según la cual el orden social sólo puede mantenerse en base a principios y jerarquías en sí contingentes pero que todo el mundo ha de interiorizar como si no lo fueran, dada la renuncia a luchar por principios auténticamente incuestionables.
Mas en la citada respuesta a Critón no se trata ya tan sólo de denunciar el hecho de que ciertas convicciones profundamente arraigadas constituyen meros prejuicios. El filósofo apunta a poner de relieve que incluso las máximas de comportamiento que tienen valor objetivo carecen de valor subjetivo y moral cuando resultan de un mero contagio y no del ejercicio crítico para el que estamos capacitados por el mero hecho de ser seres de razón. Quien renuncia a esta mediación crítica, diga lo que diga, está asimismo enunciando un prejuicio, y una persona cuyas máximas de comportamiento se sustentan en prejuicios es tan manipulable como potencialmente peligrosa. Sócrates apunta, en suma, a señalar que, si el abuso del débil caracteriza al canalla, la adscripción a la opinión del fuerte es marca de oportunismo. Y si la opinión defendida tiene rasgos de nobleza, ello servirá tan sólo de pretexto para evitar algún tipo de confrontación. Así, en su caso, algo tan noble en sí mismo como la exigencia ética de velar por sus hijos hubiera sido -de seguir el consejo de Critón- oportuna coartada a fin de sacrificar la dignidad a la subsistencia. Y como bien indica Sócrates a Menon ("no estimar el vivir, sino el vivir bien"), la singularidad absoluta de la vida humana, lo que convierte en grotesca toda tentativa de homologarla con la mera vida animal, reside en el hecho de que vivir es para los hombres una condición subordinada a unos fines y en modo alguno a un objetivo en sí mismo.
Sócrates seguiría hoy constatando que lo socialmente legítimo es identificado a lo ampliamente compartido, y que esto último es en ocasiones canallesco (esa aterradora indiferencia de los partidarios de la pena capital al porcentaje de condenados inocentes en Estados Unidos; o esos millones de votos franceses democráticamente unidos por el mero odio al débil). Sócrates constataría qué causas objetivamente nobles, asumidas por los ciudadanos tan sólo cuando se imponen y nada cuesta comulgar con ellas, sirven de coartada legitimadora de la brutalidad (esas miradas tentadas por la ley del talión y el mero linchamiento, la primera vez que aislados militantes de Herri Batasuna se encontreron con la mayoría). Constataría que muchas de las batallas patrióticas, deportivas, económicas o de reconocimiento entre las que nos consumimos constituyen en realidad falsos problemas... Constataría todo ello y convencido de que la función de la filosofía no es apuntalar los prejuicios (por útiles que sean para el sostén del edificio social), sino contribuir a desmantelarlos, negaría radicalmente que España (o Europa, o el mundo) va bien y sostendría como un niño que los velos que cubren la pretendida majestad no sirven quizá para tapar la desnudez.
En nuestras democracias, educadores y padres deberían tener miedo de que la reflexión socrática provocara en los jóvenes un repudio de los valores y devociones (patrióticas, deportivas, religiosas) que intentan inculcarles. Y, sin embargo, Sócrates es presentado como un ancestro de nuestra cultura y modelo de entereza ante un destino injusto. Ni siquiera su equívoca sexualidad y reconocida paidofilia es óbice para tal valoración. ¿Signo pues de que hoy la radicalidad filosófica es compatible con el orden social? Signo más bien de que las reflexiones socráticas son consideradas como mero producto literario-cultural y que, al parecer, la ubicación en el limbo de los productos literario-culturales desactiva la palabra subversiva (al igual que convierte la homosexualidad -tan repudiada por jerarcas espirituales de todo tipo cuando se da en acto- en delicada inclinación propia del refinamiento). La democracia ateniense conduce a Sócrates a la muerte porque teme el carácter intrínsecamente perturbador de la palabra verídica. Temor que la asunción de la misma por el reo viene de forma dramática a confirmar (de ahí que Sócrates no pudiera seguir el consejo de Critón). Parábola ésta expresiva de que la filosofía, precisamente por su compromiso con la razón, se negará siempre a la confinación de ésta en un mundo de "radicales" controversias meramente dialécticas. Pues tal confinación representaría la auténtica muerte de quien nos enseña que la guerra contra la estulticia, en el aquí y el ahora de sus manifestaciones sociales, constituye la tarea esencial de la filosofía.
V. GÓMEZ PIN, El País, 14/1/1998