La independencia personal, en el verdadero
sentido de la palabra, no pudo adquirirla muy fácilmente nuestro filósofo, y tuvo
necesidad de largos y constantes esfuerzos. El grado a que logró llevarla nos
da una idea de toda la fuerza de su carácter. De quebrantada salud, que había
de ser causa frecuente de perturbaciones en sus trabajos, de pequeñísima
fortuna, que no le permitía, en manera alguna, una vida independiente, hállase
Kant, desde el primer momento, en la necesidad de depender de otros por esos
dos lados. Ante todo, pues, tenía que adquirir bienestar físico y económico
para asegurar su independencia y la libertad de su espíritu.
El celo y cuidado críticos que tuvo para sus
asuntos económicos, los aplicó con no menos éxito a su propia salud. Sin medios
de fortuna llegó a conseguir una posición desahogada y pudo vanagloriarse de no
haber tenido un solo acreedor, únicamente a fuerza de economía constante y
racional. De naturaleza débil y hasta enfermiza, alcanzó sin embargo una
avanzadísima edad en el pleno uso de todas sus fuerzas espirituales, y pudiendo
también decir que ni un solo día se había sentido enfermo, ni necesitado los
auxilios de un médico.– Así, este bienestar del cuerpo, como el de sus negocios
privados, eran simplemente productos de su gran tacto y prudencia, que se
acrecentaron en lo posible, más en el cuidado de su cuerpo, que en el gobierno
de su hacienda. Mas si en esta no era su celo el de un avaro o un ambicioso, no
eran tampoco sus precauciones en la primera las debilidades del que se
encuentra dominado por la molicie y el egoísmo, antes bien, el orden que en su
vida tenía estaba fundado en reglas higiénicas que a su vez había sacado de la
observación constante y atenta de su naturaleza física. Estudió su propia
constitución del mismo modo que en filosofía había estudiado la razón humana.
Puede decirse que observaba su cuerpo como observa al tiempo el más escrupuloso
meteorólogo. Entre sus reglas higiénicas era la más capital la actividad del
cuerpo, la sobriedad, el sustine y abstine. Entendía que la fuerza moral de la
voluntad era el mejor régimen y en ciertos casos la mejor medicina. Puede
decirse que empleaba a la vez la razón pura como higiene y como terapéutica.
Era su método una dietética de la razón pura fundada para conservar la vida
humana, prolongarla, librarla de enfermedades y libertarla también de ciertas
perturbaciones físicas. Así fue, que abundando en este sentido, dedicó a
Hufeland, el autor de la Macrobiótica, el trabajo que se titula: «Del poder que
tiene el espíritu para dominar sus impresiones enfermizas por medio de la voluntad»;
escrito que incluyó después en su «Disputa de las facultades.»
La fuerza saludable de la voluntad que él
recomendaba, la había estudiado y practicado en sí mismo. Su constitución
física le hubiera llevado fácilmente a la hipocondría; a causa de su estrecho y
comprimido pecho, sufría con frecuencia palpitaciones y una opresión constante
que nada exterior o mecánico podía aliviar, y de la cual nunca se vio
completamente libre, llegando un momento en que sus sufrimientos le volvieron
melancólico y le hicieron la vida insoportable. Como carecía de medios, se dio
cuenta exacta de sus disposiciones y tomó la resolución de no ocuparse en una
cosa que sólo podría empeorarle preocupándose constantemente con ella. Pero
aquí era donde sobre todo radicaba el peligro de la hipocondría. Con la sola
resolución de no ceder en nada pudo sin embargo conjurar este peligro. La
compresión de su pecho era un estado mecánico que él no podía remediar con
facilidad; mas hizo dominar en su espíritu la calma y la serenidad, y a pesar
del estado de su cuerpo, siempre conservó libre su pensamiento y un carácter
franco y muy buen humor en sus relaciones de sociedad. Aun en otras sensaciones
más desagradables, supo también triunfar de su perturbadora influencia,
llevando con energía su atención a otra parte hasta el momento en que dejó de
sentirse afectado. De esta suerte consiguió también dominar los padecimientos
de la gota que en sus últimos anos llegaban a quitarle el sueño. Eligiendo un
asunto cualquiera de reflexión y que no fuera muy excitante, daba a su espíritu
otra dirección que cuidadosamente seguía hasta que era sorprendido por el
sueño. Este método terapéutico lo empleaba también con bastante éxito en las
toses y fluxiones. Se decidía a respirar con los labios cerrados todo lo
posible, hasta hacer que entrara el aire libremente por los conductos
interceptados. Del mismo modo se proponía no preocuparse de la irritación que
la tos produce, y conseguía dominarla con ese enérgico esfuerzo de su voluntad.
Así, en las cosas más insignificantes, iba siempre aplicando su método
higiénico. De ordinario solía pasearse solo a fin de que no le obligase a
hablar la compañía de otro, y de que por la conversación tuviera que respirar
con los labios abiertos, aspirando de esta suerte a librarse de las afecciones
reumáticas. Por esta razón le ocasionaba un verdadero disgusto el encuentro de
un amigo en sus paseos. Cuando trabajaba en su gabinete tenía la inquebrantable
costumbre de colocar su pañuelo en una silla muy distante de él, con el objeto
de levantarse cada vez que le fuera necesario y no permanecer mucho tiempo
inmóvil en su asiento. Su higiene, toda estaba también establecida en reglas no
menos rigurosas y profundamente estudiadas la medida y la naturaleza de las
comidas y bebidas, la duración del sueño, la manera de hacer la cama, y por
fin, hasta el modo de arroparse. De suerte que se había convertido en su propio
médico e independizado de la medicina profesional. Casi todas las medicinas le
eran refractarias, aunque deban exceptuarse las píldoras de su antiguo amigo Trummer.
Prestaba empero grandísima atención a los diferentes descubrimientos y métodos
terapéuticos de esa ciencia; aprobaba el sistema de Brown; el de Jenner, en
cambio, y su método de vacuna le parecía ser la inoculación de la bestialidad.»
Pero lo que sobremanera le cautivaba era la química aplicada a la medicina.
Por pueriles que parezcan estos cuidados, no
se debe juzgar, sin embargo a nuestro filósofo de un modo inconveniente. Estaba
muy lejos de amar demasiado a la vida y de temer a la muerte. Cuidaba de su
cuerpo como se cuida a un instrumento que se desea mantener el mayor tiempo
posible en buen estado de servicio. Poco había hecho la Naturaleza por su
salud; pero él la hizo su obra predilecta, y no hay que extrañar que sintiera
por ella el afecto del autor, que no la olvidara un solo momento, que fuera
frecuentemente su tema de conversación, y que gozara lleno de satisfacción al
ver sus cuidados coronados por el éxito. Su salud era para él un experimento. Y
todo el celo con que la atendía es el que se aplica siempre a toda experiencia
que se quiere lograr. Pensaba hasta en
la duración de su vida, según las mayores probabilidades, y leía minuciosamente
la estadística de la mortandad de Koenisberg, que pedía al Jefe de policía.
Quería Kant en sus trabajos, que tanto
recogimiento exigían, no ser molestado de modo alguno. Se alejaba así
cuidadosamente de todo lo que pudiera interrumpirle. De suerte, que además de
la independencia personal que había menester, necesitaba también una gran tranquilidad.
Para que la habitación le fuera agradable, había de ser lo más silenciosa
posible. Mas como esta condición era difícil satisfacerla en una ciudad como
Koenisberg, cambiaba frecuentemente de casa. La que tomó en las proximidades
del Pregel estaba expuesta al bullicio de los buques y de las carretas polacas.
Una vez se mudó de casa porque cantaba demasiado el gallo de un vecino; intentó
primero comprárselo, y no consiguiéndolo, tuvo que abandonar su habitación. Por
último, compro una casa modesta cerca de los fosos del castillo. Pero aquí
tampoco se vio libre de molestias desagradables. Próxima a su casa, estaba la
prisión de la ciudad, en donde hacían cantar a los presos ritos religiosos a
fin de mejorarlos y corregirlos, y que iban a parar cuando abrían las ventanas
a los mismos oídos de Kant. Contrariado en extremo por estas interrupciones,
que él llamaba «un desorden, una manifestación piadosa del aburrimiento,
escribió a su amigo Hippel, alcalde primero de a ciudad y al propio tiempo
inspector de la prisión, la carta siguiente que textualmente reproducimos y que
expresa como nada el estado de ánimo de nuestro filósofo en esos momentos: «Os
suplicamos encarecidamente que libertéis a los moradores de esta vecindad de
las oraciones estentóreas que hipócritamente entonan los que en la prisión se
encuentran. No digo yo que carezcan de motivo y de causa para quejarse como si
la salud de su alma corriera peligro al cantar un poco más bajo, y que no
pudieran oírse ellos mismos, teniendo las ventanas cerradas. Si lo que buscan
es un certificado del carcelero, en que conste que son gentes temerosas de
Dios, no creo que necesiten armar ese escándalo para que no deje de oírlos él,
pues si bien se mira, podrían rezar en el mismo tono con que rezan en su casa
los que son verdaderamente religiosos. Una palabra vuestra al carcelero, si os
dignáis darle como regla lo que acabo de deciros, pondría para siempre término
a este desorden y aliviaría de una gran molestia a aquel por cuya tranquilidad os habéis incomodado tantas veces. –Manuel Kant» Mas no fue tan solo el
canto de la prisión lo que interrumpía su tranquilidad. Oíanse frecuentemente
en la vecindad músicas de baile que hacían perder a nuestro filósofo el tiempo
y el buen humor, lo que tal vez contribuyó no poco a producirle la aversión que
por la música sentía y que llegara a llamarla «un arte importuno.» Hasta en su
Estética conservó aún el mal efecto que estas perturbaciones le produjeron.
Todo lo que interrumpía el círculo habitual
de su vida le era desagradable. A la hora del crepúsculo acostumbraba con toda
regularidad entregarse a la meditación y como tenía el hábito de fijar los ojos
en algún objeto cuando se entregaba a sus reflexiones, tendía su vista en esta
hora meditativa por fuera de la ventana de su cuarto, e iba a fijarla en la
torre de Loebenicht, que estaba enfrente. No hallaba él términos con qué
expresar la satisfacción que sentía, –según Wasianski– al hallar un objeto tan
adecuado a lo que él apetecía y a distancia tan conveniente. Pero más tarde
empezaron a crecer entre Kant y la torre los álamos de un vecino, que al fin
concluyeron por ocultarla a su vista. fue tan sensible a Kant el verse privado
de su acostumbrado espectáculo, que no paró hasta conseguir de la generosidad
del vecino el sacrificio de las copas de sus árboles. Toda modificación en las
costumbres de su casa y en el orden de su vida le desagradaba, y se defendía
contra la más pequeña todo el tiempo posible. Parecía que su carácter y el orden
de su vida y de su casa se habían formado al mismo tiempo. Cuando le invadieron
los años y la vejez, necesitó, sin embargo, aceptar algunas modificaciones y el
auxilio de otras personas. Con la mayor repugnancia se resignó a esta
necesidad. Sólo después de grandes luchas interiores pudo una vez despedir a un
antiguo criado que había tenido durante cuarenta años, y que no solo era
completamente inútil sino de conducta en extremo indigna.
Pasábase el día entero reflexionando sobre el
caso, y parecíale tan difícil desprenderse de aquel hombre, que necesitó de
toda su energía y de un esfuerzo extraordinario para no seguir pensando en él.
Para tener más presente su resolución, escribió en uno de los cuadernos que más
usaba, para facilidad de su memoria, las frases siguientes: «Es preciso olvidar
a Lampe» Así se llamaba el criado.
K. FISCHER, Vida de Kant