(...)
Cuando
Descartes muere (daba clases de matemáticas a Cristina de Suecia), lo entierran
de mala manera en un cementerio para huérfanos a dos kilómetros de Estocolmo.
Los cementerios católicos le estaban tan vedados como los protestantes. Se
había convertido en la bestia negra de todas las jerarquías eclesiásticas.
Descartes era creyente y había emprendido su obra tratando de fundar más en
razón la garantía de existencia divina, pero su argumento superó al dueño del
cerebro de Descartes y con una explosión de dinamita abrió un cosmos sin Dios a
la investigación científica. De modo que entre los huérfanos, aquellos de
quienes nadie sabía cuál era su credo, encontró acomodo.
Seguramente
ese fue el único momento en que los huesos ocuparon el lugar que verdaderamente
les correspondía: entre los abandonados que ninguna iglesia reclamaba. Porque,
aunque estaba amaneciendo un mundo nuevo que conduciría al dominio hipertécnico
que es ahora nuestra casa, sólo lucía la debilísima luz de la aurora en una
punta del orbe, pero seguía dominante y pomposo el sol cegador de las
monarquías absolutas y los obispos despóticos en todo el planeta. De modo que
tampoco los discípulos de Descartes y quienes le enterraron pudieron escapar a
la más antigua de las prácticas cristianas: el culto de las reliquias.
La
historia de sus huesos es también una historia de cómo el pensamiento religioso
se trasladó del alma inmortal a la razón discursiva y cómo la fe ciega en la
gloria eterna se convirtió en fe ciega en la verdad científica. En 1666,
desenterrado del cementerio de huérfanos para ser trasladado a Francia, sus
reliquias sufrieron un primer asalto. En la aduana, los rigurosos funcionarios
franceses obligaron a abrir el ataúd y, para pasmo de los cartesianos, había
desaparecido el cráneo, se había perdido el recipiente de la mejor cabeza de su
tiempo. ¿O acaso el pensamiento no está en los sesos? Problema.
El
culto de las reliquias, inspirado por el respeto que imponía su futura
resurrección, ¿qué sentido podía tener entre gente que ya no creía en la vida
eterna? A pesar de todo, siempre custodiados por sus discípulos, los restos de
Descartes volvieron a ser enterrados, esta vez en la iglesia de Sainte
Geneviève. Allí permanecieron largamente hasta conocer la sombra del inmenso
Panteón, otro depósito de reliquias, ahora nacionalistas.
Durante
los siguientes 100 años y a pesar de que Luis XIV condenó el cartesianismo, la
razón cartesiana no hizo sino invadir la totalidad de la investigación
científica europea y convertir a su fundador en un santo laico, el mártir de la
Razón. Cuando a partir de 1790 los revolucionarios se lanzaron al saqueo de las
iglesias parisinas, de nuevo entraron en acción los discípulos. Esta vez fue
Alexandre Lenoir, figura siniestra y fascinante, quien desenterró los huesos
sin cabeza para evitar su profanación. Durante décadas los puso bajo la
protección del Museo de los Monumentos Franceses, hasta que en 1819, habiendo
ya vencido todas las resistencias, proclamado Descartes el padre fundador de la
razón científica, la Academia de Ciencias de París decidió trasladar en solemne
procesión (¿religiosa?) los restos del filósofo a la iglesia de
Saint-Germain-des-Prés. No obstante, en el momento de abrir el ataúd para
proceder al entierro (¿sagrado?), lo que allí se encontraron fue en verdad
pasmoso.
Dejo
para el lector la solución de la intriga y la incógnita sobre el cráneo que
cuidaba el pensamiento de Descartes. (...)
F. de AZÚA, EL PAÍS, 15/VII/09
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