Las mujeres de los sabios
Se cuenta
que Sócrates contrajo matrimonio a una edad avanzada con una mujer iracunda
llamada Jantipa: “malhumorada y
pendenciera”, informa el romano Aulo Gelio, y “brava y riñosa”, a decir de Erasmo de Rotterdam. Diversos autores
han referido graciosas anécdotas que muestran la paciencia con la que Sócrates
soportaba las injurias de su joven esposa. El sufrido varón, luz de su casa y
de la calle, aseguraba que, al ejercitar en su morada el arte de la paciencia,
se adiestraba para soportar fuera todo tipo de insolencias e injurias (Aulo).
En una ocasión, enfadado por haber reñido mucho con Jantipa, se sentó con ánimo
apacible fuera de su morada para huir de las recriminaciones. Pero el filósofo
no calculaba que su tranquilidad encendió aún más los ánimos de su mujer, quien
terminó por arrojarle un bacín de orines. Los vecinos, que observaron todo el
espectáculo, no pudieron detener la risa por ver todo empapado de inmundicias
al filósofo, quien, en vez de indignarse, también rió con ellos diciendo: “Bien lo adivinaba yo que tras tantos truenos
la lluvia había de seguir” (Erasmo).
En otra
ocasión, cuando Alcibíades amonestó a Sócrates por sufrir a su mujer, el sabio
le preguntó a su acompañante: “¿Tú no
sufres en tu casa el estruendo de las gallinas que cacarean?”. “Así es verdad –contestó Alcibíades- mas las gallinas dan huevos y pollos”.
El filósofo entonces respondió: “También
mi Xantipa me pare hijos” (Erasmo). La señora de Sócrates pasó a la
historia no sólo como un temible basilisco, sino equiparable -por su
fertilidad- a un ave de corral, una carga que había que aguantar porque
aseguraba descendencia. Quizás Jantipa tenía razones de sobra para estar
enojada, tal vez era víctima de severas críticas y chismes por parte de sus
vecinos y conocidos, basta recordar que su esposo le advertía a sus discípulos
que las costumbres de una mujer “mal acondicionada” había que sufrirlas. Sin
embargo, dado el lugar que ocupaba el género femenino en la sociedad griega de
esos tiempos, del punto de vista de Jantipa nada sabemos.
En la edad
media, se popularizó una leyenda que fabulaba sobre los problemas que enfrentó
otro gran filósofo a causa de una mujer: Aristóteles, protagonista de esta
historia, fue víctima del amor, “que a
todos prende y envuelve en su abrazo” (Henri). Según el imaginario de la
época, Alejandro Magno le dedicaba demasiado tiempo a una “amiga”, dueña de su
espíritu. Aristóteles, inquieto porque su discípulo dejaba de atender las
obligaciones del gobierno, lo reprendió diciendo: “Pienso que ciego sois/ y se os puede llevar a pacer con las bestias.
Tenéis trastornada la cabeza/ si por una muchacha extranjera se nubla/ de tal
manera vuestro corazón/ y recobrar no puede la mesura” . Alejandro confiaba
en el sabio e intentó alejarse de su dama, pero su deseo no disminuía, por el
contrario, el “miedo y la inquietud de no
verla dominan/ su voluntad. No puede disipar su recuerdo/ aunque deje de verla”.
La joven, al enterarse de la reprimenda del filósofo, planeó vengarse del “encanecido y macilento maestro”, que
poco sabía de los mandatos del deseo, y le aseguró a Alejandro: “podréis presenciar que ninguna dialéctica/
ni gramática acude en su socorro”.
La dama, “que Natura había hecho perfecta”, se
presentó al pie de la vivienda de Aristóteles, y comenzó a entonar bellas
canciones de amor. El filósofo pronto quedó embelesado por su hermosura: “¿Qué pasa con mi pecho? –se preguntaba
Aristóteles- Amor me va perdiendo. Y
viendo que no puedo/ librarme de él, que pase lo que debe pasar./ Venga Amor a
alojarse”. Esta famosa leyenda, que recupera varios preceptos del código
aristocrático de amor cortés, se conservó en el Lay de Aristóteles, una
composición del siglo XIII, atribuida al trovador Henri d’Andeli.
En el
finamor o amor cortés, la dama o dona es la imagen que perfora el corazón del
hombre y lo enciende en deseo. En un juego de fatalidad, el amante le promete
su servicio a una mujer inalcanzable –casada, de manera frecuente, con el señor
o rey del cual el caballero es súbdito-, que también podía ser cautiva del
amor, pues la pasión vulnera “con su
ardiente saeta” y “sale ninguno bien librado./ Y la moza a su vez es poseída/
por todos los ardores que arrebatan su pecho”. Asimismo el caballero
enamorado debía ser prudente, discreto, capaz de correr aventuras para
demostrar su ardor y conseguir el afecto tanto emocional como carnal de su ama.
El Lay de
Aristóteles comienza como una canción cortés que refiere el aristocrático amor
de Alejandro, pero pronto se descubre un ánimo humorístico que rompe con el
cerrado código del finamor. Una vez que Aristóteles conoce a la joven que
conquistó al rey de Macedonia, el filósofo ya no es el sabio riguroso, sino un
enloquecido anciano –figura que era ridiculizada desde la antigüedad, pues toda
joven linda, decían los doctos, exige un vigoroso compañero- que arde ante el
esbelto y magnifico cuerpo de una doncella.
Mientras la
dama era un agente pasivo en las canciones trovadorescas, la mujer de El lay de
Aristóteles logra lo impensable gracias a su astucia. Cuando Aristóteles, ávido
de poseer a su amada, le solicita sus favores, esta le impone una condición: se
los concederá, si el filósofo le consiente cabalgar sobre su espalda cual si
fuera un corcel. Como el yugo del amor lo deja indefenso, lo enloquece y
consume su razón, al anciano no le importa actuar de manera ridícula, “deja le
coloquen encima una silla jineta”, y es montado por la intrépida dama.
Alejandro, quien observaba divertido las argucias de su amada, increpa al
filósofo: “Vos, que me prohibisteis
verla, ¡estáis ahora tal punto mermado que ni una pizca guardáis de juicio y os
comportáis igual que una bestia”. A Aristóteles no le queda más remedio que
aceptar, una vez vivido estos embates, que cuando Amor llega, “Natura borra lo aprendido”. Y Henri d’
Andeli concluye su canción advirtiéndonos que si el amor -ese mal amargo y a la
vez agradable- doma hasta al “Maestro en toda ciencia”, nosotros que somos
mucho menos sabios no podemos negar su poder, pues mientras dure este mundo, “Amor todo lo vence y lo seguirá haciendo”.
La graciosa
anécdota de Jantipa y la leyenda de Aristóteles desacralizan a los dos magnos
filósofos, y se ríen de las convenciones sociales de su tiempo. La perspectiva
marginal de la mujer, la acentuación de la vida cotidiana en vez de los altos
vuelos del espíritu, abaten la solemnidad de los monumentos de la filosofía:
los cubre de orines, los cabalga, los deja sin dialéctica y gramática, y
quiebra la seriedad de la perspectiva dominante que rige el mundo.
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