Tomás de Aquino fue el filósofo más
importante de la Edad Media. En su obra intentó conciliar algunos de los
principales principios aristotélicos con el platonismo y la teología cristiana.
Su familia lo había preparado para dedicarse
a la carrera eclesiástica, pero se sintió decepcionada cuando santo Tomás
eligió la orden de los dominicos, una orden mendicante donde se hacía voto de
pobreza. Para intentar disuadirle de su idea, sus hermanos llegaron a
secuestrarlo y encerrarlo en la torre de un castillo propiedad de la familia.
Pero Tomás aprovechó el período de encierro para estudiar más a fondo las
Sagradas Escrituras, así como las Sentencias de Pedro Lombardo y las obras de
Aristóteles. Para tentar a Tomás, sus hermanos le enviaron una hermosa
prostituta, a la que él hizo huir, amenazándola con un leño encendido de la
chimenea. Finalmente, Tomás de Aquino se salió con la suya y pudo dedicar el
resto de su vida al estudio y a la adoración de Dios.
Por cierto que, debido a su impertérrita
actitud reflexiva y a su corpulencia, sus compañeros de estudios lo apodaron
«el buey mudo». A este respecto, su maestro san Alberto Magno sentenció: «Lo
llaman el buey silencioso. Pero yo digo que cuando este buey muja, sus mugidos
llenarán el mundo».
P. GONZÁLEZ CALERO, Filosofía
para bufones
En La luz apacible, una novela de L. de WOHL sobre Tomás de Aquino escrita por encargo del papa Pío XII, se recrea el episodio del encuentro con esa mujer provocado por sus dos hermanos. Aquí va un fragmento:
“-¡Eh, Landolfo!
-Adelante, Reinaldo. Landolfo abrió la
puerta.
-¿Has traído lo que necesitas… para lo que
sea?
-Desde luego.
-¿Y qué es? ¿Unos polvos o un amuleto?
-Una succuba.
-¿Una qué?
-Una succuba con un hermoso pecho, dulces
labios y un espléndido cabello rojo. No en vano se llama Bárbara la Pelirroja…
Está esperando fuera, en su carruaje. Landolfo se le quedó mirando, estupefacto.
-¿Te has vuelto loco de remate?
-Tranquilo, tranquilo…
-¡Traer una prostituta a casa!
-Cálmate -insistió Rainaldo-. ¿Quieres
despertar a todo el castillo?
Pero Landolfo no se calmaba. Estaba
indignado.
-Ten todos los amoríos que quieras con esas mujerzuelas.
Tampoco yo soy un santo, pero jamás se me ocurriría traer una aquí.
-¿Quieres callarte de una vez, estúpido? Es
el remedio para Tomás, ¿no lo entiendes? Una vez que esté en sus brazos, se
olvidará por completo de sus santos mendicantes. Sí, tendrá que olvidarse,
porque para ellos estas cosas son muy graves.
-Eres… eres… -Una risa sorda sacudió el
corpachón de Landolfo- el mismísimo diablo. Ahora comprendo… ¿Por qué no la
hiciste pasar contigo?
-¿Y dejar que te oyera llamarla prostituta y
te viera escandalizado por manchar la pureza de esta casa? Te conozco,
Landolfo. Además, tenía que asegurarme de que todos están dormidos. ¿Lo están?
-Sí. Todos menos yo. Anda, tráela.
-Pero mantén tus garras lejos de ella,
hermano. Te prohíbo codiciar a la mujer destinada a ese santo.
No fue difícil que los dos hombres que
guardaban el puente levadizo la dejaran pasar de matute; bastaron unas monedas
de oro. Poco después, la pequeña Bárbara, cubierta con un velo, estaba ya en el
zaguán.
Landolfo, quítale la capa. No, querida, no es
Tomás, es mi hermano Landolfo, que no tiene nada de virginal. Está bien, está
bien, otro día será. Ahora sígueme de puntillas… iremos derechos a su cuarto.
Tú, Landolfo, quédate aquí. Aunque fueses de puntillas, despertarías a todos.
-¡Qué mujer, Rainaldo! -¡Chisst!…
Subieron la escalera y se detuvieron ante la
puerta. Rainaldo giró la llave y la abrió con lentitud.
-Está acostado… y dormido -susurró-…
¡Adelante! ¡Ve!
Bárbara la Pelirroja avanzó en la penumbra.
En el lecho yacía un joven robusto con un hábito blanco. Un manto negro le
cubría, a modo de colcha. El verdadero cobertor y el cabezal de seda, como
todas las noches, no estaban allí… Dormía reposadamente, de lado, cubriéndose
el rostro con los puños, como hacen muchos niños.
¿Cómo sería su cara?, se preguntó. Con sumo
cuidado, le agarró por las muñecas y acercó las manos -que doblaban en tamaño a
las suyas- a su hermoso rostro…
En ese momento Tomás se despertó. Bárbara la
Pelirroja vio una cara joven y maciza, unas anchas y arqueadas cejas y unos
negros ojos que la miraban benevolentes y aturdidos. Pronto, sin embargo, la
benevolencia se transformó en sorpresa y ésta en irreprimible asombro.
-Tranquilo, querido -susurró ella sonriendo
con la mejor de sus sonrisas.
Tomás se incorporó en la cama y ella trató de
acariciarle, pero retiró las manos enseguida. El continuaba mirándola, aunque
ya sin asombro. Tampoco había ira en sus ojos, ni desprecio. Era, más bien, una
expresión de reconocimiento, como si supiese, clara e inequívocamente, qué era
aquella mujer y para qué estaba allí. Y por primera vez en su vida, ella supo
también lo que era realmente, y que todos sus triunfos amorosos no habían sido
en absoluto suyos. Se vio como un saco de carne pintarrajeada, como un
asqueroso reptil, y, al mismo tiempo, creyó ver una expresión de piedad en
aquellos ojos negros que la contemplaban tal como era, tal como era, tal como
era en realidad…
Repentinamente, se tiró de la cama y se puso
en pie. Era enorme, alto como una torre. Y no podía soportar su mirada. Supo
que tenía que actuar, y a prisa. Le sonrió otra vez, desesperadamente, y dio
unos pasos hacia él, desplegando esa belleza que nunca había fallado. Su
espléndida silueta se destacó a contraluz, iluminada por unos leños que ardían
en la chimenea.
Sin decir una palabra, sin hacer el menor
ruido, Tomás se acercó al fuego. Agarró por un extremo uno de los leños y
avanzó hacia ella con la fría determinación de quien va a prender fuego a un
montón de trapos viejos.
Bárbara, la pequeña pelirroja, lanzó un grito
sofocado y agudo y retrocedió, para salvar su vida. Durante unos instantes
espantosos le vio acercarse, empuñando la tea encendida, mientras trataba
inúltimente de abrir la puerta. Por fin logró abrirla. Echó a correr, gritando,
esquivó a Rainaldo, que esperaba fuera, bajó las escaleras a trompicones y se
dirigió a la puerta principal. Landolfo trató de detenerla y preguntarle qué
había sucedido, pero ella le empujó con increíble fuerza y abandonó el castillo
como una exhalación.
Arriba, la puerta de la habitación de Tomás
se cerró de golpe, con ruido de trueno.
Rainaldo lanzó una retahíla de juramentos. Lo
peor que podía suceder había sucedido. (…)
Tomás había cerrado la puerta con un rápido
movimiento de uno de sus pies, mientras sostenía en sus manos él leño
encendido. Luego, con un gesto ceremonial, trazó sobre ella una cruz con el
leño, dejando en la madera una señal negruzca de cenizas. Finalmente, se
dirigió a la chimenea y puso el leño en su sitio. (…)
Pensó en todo aquello serenamente, con calma…
Lo que contaba era que había sido tentado con una de las tentaciones más
opuestas a la vida monástica y que, con la ayuda de Dios, había sido capaz de
rechazar la tentación. Juntando sus manos, rezó con profunda emoción, pidiendo
a Dios que, en adelante, apartara de él esta clase de tentaciones, con el fin
de que pudiera emplear todas las energías a Su servicio.
F. GESSI La tentación de Santo Tomás,