Pues probable, más que probablemente, no.
Sin embargo, para que pudiera existir, habría que empezar por...
... advertir la antorcha que lleva enhiesta esa mano,
reconocerla como la antorcha divina,
observar la puerta entreabierta de donde sale,
y saber qué hay detrás de esa puerta.
En realidad, saber que, hoy por hoy, detrás de esa puerta no habrá nada...
En la primavera de 1775, D. HUME recae de un antiguo, persistente, pero hasta entonces leve, mal en los riñones. Varias consultas médicas le hacen saber, sin duda, que se trata de una enfermedad incurable que tendrá un pronto desenlace.
Los últimos meses de su vida los dedica a escribir su propia vida; una larga y muy sosegada Carta dirigida a (.¿?.) que comienza con esas palabras del título:
Difícil que un hombre hable mucho de sí mismo sin incurrir en vanidad,
y que concluye
Concluyo, pongamos que históricamente, con mi
forma de ser: soy, o fui (porque así, en tiempo pasado, debo hablar de mí
mismo: expresa con exactitud lo que siento en estos momentos), un hombre de
carácter dócil, con fuerza de mando, de humor abierto y risueño, con capacidad
para los afectos y de pasiones muy moderadas. Ni siquiera la inquietud por mi
fama literaria, sin lugar a dudas mi deseo dominante, fue capaz de amargar mi
carácter, y eso a pesar de las reiteradas desilusiones. Mi amistad no fue
rechazada ni por los jóvenes y los rebeldes ni por los estudiosos y los conservadores.
Si experimenté una curiosa atracción por las mujeres humildes, no tengo razones
para sentirme decepcionado con el recibimiento que ellas me proporcionaron. En
suma, que nunca la calumnia me tocó, con su maligna voz, como lo hizo
infortunadamente con otros hombres; (por cierto, algunos de ellos notables). Y
a pesar de que con deliberación me opuse a la animadversión militante de las
distintas facciones civiles y religiosas, unas y otras parecieron desmoronarse
por mi indiferencia hacia sus furias. Mis amigos jamás me reprocharon rasgo
alguno de mi carácter o de mi conducta. Los propios difamadores no encontraron
oportunidad de inventar o difundir, con posibilidad de confirmase en los
hechos, ninguna historia capaz de desprestigiarme. No puedo negar que
sobrevuela alguna vanidad en esta oración fúnebre que de mí mismo escribo.
Confío en que ella no sea tenida por extemporánea y se la sepa situar en su
lugar exacto, como una licencia personal que adopto, acepto y firmo.
18 de
abril de 1776
El 25 de agosto, poco más de cuatro meses después, muere en Edimburgo, su ciudad natal.
Andamos por aquí intentando compensar una injusticia histórica cometida con un filósofo, AVERROES, además de darle el valor y reconocimiento que merece.
Pero no todo el mundo tiene tanto aprecio por el filósofo cordobés.
Ahí va un buen ejemplo, una buena muestra.
En un momento dado del desarrollo de la filosofía cristiana, aparece con fuerza un tema que se repite incesantemente, un tema con el que se intenta alabar, reconocer desmesuradamente el valor de la filosofía de un autor - Tomás de Aquino-, y para ello se minusvalora e incluso se ridiculiza la filosofía de otro, en este segundo caso, de Averroes.
Se hace un verdadero ejercicio publicitario, de verdadera apologética, de uno incluyéndose, como momento necesario el descrédito del otro.
Y en ese ejercicio, el arte, la pintura, participa activamente.